Mempo Giardinelli

El Señor Serrano

"Un instante después, Mike sintió la mirada, clavada en su propia nuca. Giró súbitamente y, al encontrar los ojos de ella, más azules que nunca, encendidos como los potentes reflectores de un Lincoln ocho cilindros en medio de una tormenta, esbozó su más irresistible sonrisa. Sheilah se puso de pie, sin dejar de mirarlo, y con ambas manos se alisó el vestido, que crujió como una papa frita en el momento de ser masticadas lo que hizo resaltar sus perfectos senos túrgidos y las líneas que delimitaban su excelente figura, de caderas poderosas y unas esbeltas piernas que terminaban en un par de sandalias doradas, si se podía llamar sandalias a esas tiritas de cuero que de alguna manera se las ingeniaban para dejar a la vista sus uñas carmesí. Caminó hacia él con la contundencia de un destróyer en una bahía del Caribe colmada de colegiales. 'Es una lástima, nena', musitó él mientras extraía su 45 de la sobaquera ante la mirada incrédula de ella. Un segundo después, Sheilah parecía un lujoso maniquí maltratado al que le habían pintado un grotesco punto rojo en el medio de la frente".
–'Tá madre –dijo el señor Serrano, abandonando el libro a un costado de la cama y poniéndose de pie para apagar el calentador que estaba sobre la mesita, junto al ropero. Dio unos golpecitos al mate, para asentar la yerba, y luego empezó a cebar mientras observaba la pieza de paredes descascaradas, con ese almanaque del año pasado que no se había molestado en cambiar, como único adorno, y volvió a sentarse, en el borde de la cama, dejando la pava junto a sus pies y considerando que el frío no era lo más terrible para un viejo; él tenía sesenta y cuatro años y podía soportarlo perfectamente, mucho mejor que a esa pertinaz, intolerable soledad que parecía envolverlo como una telaraña.
Vivía en esa pieza desde hacía veinte años. Cada mes le costaba más pagar el alquiler, no porque le aumentaron la cuota, sino porque su jubilación se tornaba ostensiblemente impotente en su cotidiana lucha contra la carestía. Tenía un gato al que sólo veía cuando dejaba comida en el balcón, dos malvones, un helecho y un gomero nuevo que le habían traído de Misiones el verano pasado y que, seguramente, no sobreviviría al invierno. Tomaba dos pavas de mate por día, como mínimo, leía el Clarín todas las mañanas, dormía poco, se aburría mucho y odiaba a todos sus vecinos del edificio porque todos lo odiaban a él, quizá porque silbaba permanentemente, quizá porque la gente desprecia o teme a los solitarios.
–Basta de leer, me voy a volver loco –se dijo, y se quedó pensando en su vida, que no le parecía otra cosa que una constante pérdida de tiempo. Todo lo que había hecho era igual a cero. Nada de nada. Y ya no podía echarle la culpa a la dichosa retroactividad que no le pagaban desde hacía por lo menos diez años; no era tonto, sabía que sólo a él le correspondían las culpas, quizá por no haber estudiado ni tenido ambiciones. Pero ni siquiera estaba seguro de eso; a veces recapitulaba su vida, como si hubiera sido una película que se pudiera rebobinar, y, ciertamente, se perdía en elucubraciones, detalles intrascendentes, lagunas de su memoria, rostros difusos, momentos de tristeza y siempre se topaba con una sensación de agobiante soledad.
Quizá por todo eso, desde hacía varios meses (desde una tarde en la que se había despertado luego de una breve siesta, lloroso y aterrado porque en su sueño un agresivamente más joven señor Serrano le había gritado que era un pobre tipo), sólo pensaba en hacer algo grande algún día. Soñaba con cambiar su destino, si lo tenía, si acaso el destino se había ocupado de él. Y lentamente fue decidiendo que llegaría el momento de probarse que no era un pusilánime, que su vida sólo había sido un reiterado desencuentro con las oportunidades de hacer algo grande. Entonces dejaría boquiabierto a más de uno, saldría en los diarios, sería famoso y discutido.
Se puso de pie, sacó del ropero la bufanda y los guantes de lana, se los calzó, salió al balcón y se recostó en la baranda, mirando la calle adoquinada, siete pisos más abajo, mientras consideraba la idea que acababa de concebir. Si bajo por la escalera evito un ascensor delator. Espero que la chica abra la puerta, tranquilamente sentado y sin silbar, y así eludo tocar el timbre. Cuando aparezca me asomo y le digo cualquier cosa; ella no va a sospechar de un viejo manso, de modo que podré acercarme y meterme de prepo en su departamento. Adentro la acorralo y antes que grite le tapo la boca y la estrangulo. Todavía tengo fuerzas. Será sencillo, fácil y nadie sospechará de mi. Y yo estaré orgulloso de mi obra. Los voy a sobrar a todos, ya van a ver.
Terminó de sorber el mate, entró a la pieza, se cebó otro y salió nuevamente, imperturbable, sin importarle la baja temperatura de la mañana ni el viento gélido que le cortaba la cara. Tenía la piel curtida, dura, de hombre que ha pasado toda su vida a la intemperie, castigado por soles y fríos.

Desde que se iniciara, a los quince años, como aprendiz en una carpintería de la calle Victoria, había trabajado sin cesar hasta que se jubiló como oficial de la casa Maple, justo cuando lo consideraban un artista de la garlopa y del escoplo pero se interpuso en su camino aquella sierra que le cortó un par de tendones en el muslo derecho y le produjo esa odiosa renguera que le dolía tanto los días de lluvia y a la que jamás se resignó. Entonces, a los cincuenta y dos años, todavía no conocía la dimensión de su propia soledad; todavía se reunía, por las noches, en el almacén de Gurruchaga y Güemes para jugar al dominó, haciendo pareja con el finado Ortiz, aquel viejito que tenía tantos nietos como pelos en la cabeza, una impecable sonrisa permanente y la sólida convicción de que moriría de un síncope mientras estuviera dormido; todavía pasaba los domingos por el Jardín Botánico, se sentaba en un banco a leer el diario, espiaba a los chicos y a los ancianos que confraternizaban jugando al ajedrez bajo los árboles, y después, al mediodía, comía un sánguiche en alguna pizzería frente a Plaza Italia, caviloso, antes de ir a la cancha para ver a Atlanta y comprobar su incapacidad de emocionarse, de festejar un gol, de lamentar las tan reiteradas derrotas.
"Qué tiempos", solía repetirse, como si el pasado tuviera elementos envidiables , materiales para la nostalgia, alguna mujer –por lo menos– cuyo rostro recordar. Porque en su vida las mujeres no habían ocupado un lugar destacado. Acaso una, Angelita Scorza, la hija del enfermero que vivía en Republiquetas y Superí, lo había embriagado alguna vez hasta tal punto que le juró amor eterno y eterna fidelidad; pero la pasión que en ella despertó un estudiante de medicina de quien ya no se acordaba el nombre denigró sus sentimientos. Angelita se casó, finalmente, con el muchacho, una vez que éste terminó sus estudios, y él se aplicó a las faenas del olvido sin que le costara demasiado, envuelto en sus meditaciones de carpintero hasta que, luego de unos años, el rostro de Angelita se fue convirtiendo en una referencia vaga del viejo barrio, en un simple matiz de su adolescencia. Y ya no hubo mujeres en su vida, salvo alguna que otra prostituta sin cara, de esas que frecuentaban las cercanías de Puente Pacífico y con quienes protagonizaba simulacros de pasión que, después, no hacían otra cosa que ratificar su desamparo, su desarraigo, el inmenso abismo que lo iba separando del mundo.
Al acabarse el agua de la pava, Serrano sintió como una vaharada de calor, una extraña sensación de urgencia que no supo controlar. Nervioso, se alejó de la baranda y penetró en la pieza apenas iluminada por el resplandor de la mañana plomiza, tan típica de julio en Buenos Aires, y contempló, sin conmiseración, esas cuatro paredes sórdidas y húmedas por las que los días pasaban, aterradores, llevándose lo que le quedaba de vida sin que él pudiera resistirse, sin que siquiera lo intentara.
Entonces pensó que, quizá, había llegado el momento. No tenía sentido seguir esperando, y leyendo novelitas policiales de segunda categoría, mientras el tiempo se esfumaba; no podía permitir que sus fuerzas se agotaran ni que se le terminaran de ablandar los músculos que habían desarrollado sus brazos y sus manos después de tantos años de manipular maderas.
Se dirigió al lavatorio y se miró en el espejo, sólo por un segundo, como evitando detenerse en los profundos surcos de la frente, en la palidez de su piel, en la casi tangible vacuidad de su mirada, o acaso simplemente tratando de huir de sus propios ojos, que lo hubieran observado acusadoramente, quizá con sorna también, para indicarle que estaba perdido, que jamás haría algo grande porque sus proyectos, siempre, habían habitado más el campo de los sueños imposibles que los terrenos de la realidad. Se alejó del espejo, disgustado, se encasquetó el viejo y manchado sombrero de fieltro y salió al pasillo, conmovido y asombrado por el odio que sentía.
Luego de comprobar que todas las puertas estaban cerradas, bajó por la escalera sin apuro, luchando por serenarse. En el piso inferior se detuvo, vigilante, pegado a la pared, mirando la puerta de un departamento, dispuesto a esperar. Así estuvo no supo cuánto tiempo, con la mente despejada, tan en blanco como una cucaracha de panadería, hasta que se abrió la puerta y una joven de enormes ojos negros, menuda y perfumada, se asomó al pasillo.
Ella lo miró, extrañada. "Hola, señor Serrano", le dijo, con una breve sonrisa. "Buen día, señorita Aída", contestó él, acercándose un paso, alzando una mano enguantada y sin dejar de mirarla a los ojos. La muchacha cerró la puerta y pasó a su lado, deteniéndose junto a las rejas del ascensor. Apretó el botón y una pequeña luz roja se encendió sobre su dedo. Serrano, súbitamente tembloroso, la observó con los ojos fijos en la mano que ahora tomaba la manija de la puerta acordeonada y empezó a silbar un tenue, atónico soplido entrecortado.
"¿Le pasa algo, señor Serrano?".
"No..., no, m'hija, nada. No pasa nada", dijo él. Se dio vuelta y subió hasta su piso, por la escalera. Antes de abrir la puerta de su departamento supo que era, definitivamente, un pobre tipo. Su sueño de hacer algo grande, algún día, le parecía lejano, inimaginable como la cara de Dios.

de Vidas ejemplares. 1982.

Juan y el sol

A la memoria de Buby Leonelli

 

Llovía tanto que parecía que el mundo entero se estaba licuando. Hacía un mes que no paraba. Y cuando paraba era por un ratito, algunas horas, a lo mucho amainaba medio día o toda una tarde, pero enseguida se largaba otra vez. Un mes así. Un mes y pico.
–Tendríamos que ir a verlo– dijo Mingo, con la vista clavada en la laguna en que se había convertido la calle, por la que cada tanto pasaba un coche haciendo oleaje.
Venancio, con el codo izquierdo sobre la mesa y el mentón apoyado sobre la palma de su mano, asintió rítmicamente, despacito, como preguntándose que sentía. Hasta que se dio cuenta de lo que sentía, y se le humedecieron los ojos.
–Pobre Juan– dijo, en voz baja–. Tendríamos que ir a verlo, sí. Hacía cinco meses que el amigo Juan Saravia estaba enfermo y eso los tenía muy preocupados.
Juan Saravia era un salteño avecindado en la zona de Puerto Bermejo, a unos cien kilómetros de Resistencia, sobre el río, y vivía en una casa que había construido con sus propias manos, años atrás, cuando se vino de Salta con un empleo de viajante para la Anderson Clayton. Se habían hecho amigos en un hotelito de Samuhu, una noche en que los tres coincidieron por culpa de otras lluvias que anegaban los caminos, en los tiempos en que Mingo era viajante de Nestlé y Venancio de Terrabusi. Ahora, la tuberculosis lo estaba matando.
Cuando Mingo dijo lo que dijo, Venancio encendió otro Arizona y se refregó los ojos con los nudillos de las manos, como echándole la culpa de las lágrimas al humo del tabaco.
Mingo se dio cuenta, pero se hizo el distraído, porque justo en ese momento el Ingeniero Urruti explicaba que el factor de triunfo de los aliados en la guerra habían sido los aviones a chorro, los Gloster Meteor británicos capaces de desarrollar una velocidad de ochocientos kilómetros por hora, algo increíble, viejo, están cerca de la velocidad del sonido. El Ingeniero Urruti siempre sabía de todo sobre cualquier cosa y su autoridad era reconocida por unanimidad. Era uno de los tipos que mas sabía en toda "La Estrella", en toda la ciudad y, si lo apuraban, en toda esa parte del mundo.
Bastaba que Urruti diera alguna información para que Mingo empezara a imaginar negocios, por ejemplo –dijo– si no sería bueno escribir a Inglaterra para ofrecer una venta de algodón para el relleno de los asientos de los aviones a chorro porque a esa velocidad los pilotos han de tener mucho frío y se aplastarán contra los asientos de modo que deben necesitarlos bien mullidos y entonces como acá tenemos algodón de sobra podríamos.
–Pará, Mingo– le dijo Venancio, como siempre, y como siempre Mingo paró y se hizo un silencio pegajoso y largo, igual que el de las siestas de enero cuando se prepara una tormenta. Después Venancio siguió: –Primero tendríamos que ir a verlo al Juan. Hace mucho que no vamos. –Cierto, amigos son primero– dijo Urruti
–Que gran verdá– aceptá Mingo, culposo.
–Vos dijiste que hay que ir. Entonces hay que ir– dijo Venancio, que era de esa clase de tipo que siempre esta pendiente de lo que dicen o hacen sus amigos del alma. Y como los niños, jamás admite el incumplimiento de una promesa. Un sentimental incorregible, de esos que carecen de brillo propio, siempre dependen de los demás y no pueden tener mas de una preocupación por vez, y de lo mas intensa.
–No, yo decía– musito Mingo después de unos segundos, deprimido, como para cambiarle de tema a sus propios pensamientos–. Habría que hacer algo.
–Ir. Tenemos que ir.
–Si, ¿no? Ahora mismo.
–Y claro– afirmó Venancio, y se puso de pie lentamente, como lo hacen los gordos.
Mingo recogió de la mesa un ejemplar de "El Gráfico" con la tapa del insider de Vélez, Alfredo Bermúdez, y llamó al japonés para pagarle mientras Urruti comentaba algo del Peronismo, y citando a Platón decía que las repúblicas no serán felices hasta que los gobernantes filosofen y los filósofos gobiernen. Después cruzaron la calle y subieron al Ford, que a pesar de la humedad arrancó enseguida, y enfilaron para el norte, por el camino a Formosa.
El amigo Juan Saravia sólo tenía cuarenta y dos años pero la última vez que lo habían visto parecía de setenta. Flaco y consumido, escupía unos gargajos como cucarachas y no quería salir de Puerto Bermejo porque ahí un almacén era atendido por un hermano suyo, también salteño, que era toda la familia que tenía. Venancio y Mingo eran los únicos amigos que le quedaban y cada tanto, algún sábado, iban a visitarlo en el viejo Ford del segundo, y lo ponían a tomar sol y le contaban cosas de la ciudad.
Pero aquella temporada el sol escaseaba. Campos y caminos, para colmo, estaban todos inundados. El Bermejo traía agua tormentosa y como llovía desde hacía cuatro semanas sin parar, el pueblo parecía hundirse un poco mas cada mañana. El Paraguay y el Paraná también estaban sobrecargados, y era como si dos países se derramaran sobre un tercero para aplastarlo. El Bermejo no tenía donde descargar sus aluviones, que se esparcían por una gigantesca comarca achaparrada, inabarcable, pues la falta de una sola serranía, de una miserable colina, hacían que todo el Chaco pareciera un inmensurable mar. Como siempre en tiempos de inundaciones, Urruti solía decir que el problema no era que los ríos crecieran, sino que el país se hundía, pero, como fuere, la mancha de agua se propagaba día a día, y hora a hora, y los pocos caminos terraplenados y las vías del ferrocarril semejaban cicatrices en el agua. El sol, que era tan necesario para los campos como para el amigo tuberculoso que se moría inapelablemente, parecía un recuerdo. Apenas asomaba, mezquino, de tanto en tanto, para espantarse enseguida ante esos nubarrones negros y gordos que nunca terminaban de irse. La noche anterior Mingo había conseguido una comunicación telefónica con Puerto Bermejo, y el otro Saravia le había dicho que Juan estaba muy mal, grave, tosiendo como un motor y sumido en un delirio constante. La quinina que le suministraba ya no le hacía efecto. El médico del pueblo, el viejo Zenón Barrios, lo había desahuciado.
Así que partieron pasado el mediodía, bajo un cielo encapotado como el las películas de terror, y cuando llegaron Juan Saravia dormía de pura debilidad. Los dos amigos y el otro Saravia se miraron, impotentes, y mientras Venancio preparaba unos mates Juan abrió los ojos y los reconoció con un débil parpadeo luego del cual volvió a sumergirse en su fiebre. Cada tanto esputaba gargajos gruesos, pesados y fieros como arañas pollito.
Venancio y Mingo se sentaron a su lado a tomar mates, ineficaces pero fieles. Cada tanto Venancio se levantaba e iba a mirar afuera. Calculaba las nubes, como so las sopesara, y siempre volvía con un gesto de contradicción en la cara, reconociendo la imposibilidad de que reapareciera el sol.
–Si saliera aunque sea un ratito– decía.
–Carajo, lo bien que le vendría– completaba Mingo.
Y el mate cambiaba de manos.
Y Juan tosía. Y los tres, junto a la cama, se miraban alzando las cejas como diciéndose no hay nada que podemos hacer.
Toda esa tarde y esa noche se quedaron junto al amigo, turnándose para secarle la frente, darle la quinina, hacerlo beber de un vaso de agua, calmarlo cuando brincaba de dolor durante los accesos de tos, y sostenerle la cabeza cuando se ahogaba por la sangre que se le acumulaba en la boca y que ellos se encargaban de vaciar, inclinándole la boca hacia la asquerosa y oxidada lata de dulce de batata que hacía de escupidera.
Llovió toda la noche, sin parar, y al amanecer del domingo empezó a soplar un viento del sudeste que los hizo pensar que finalmente iba a salir el sol. Pero a media mañana el cielo volvió a encapotarse y al mediodía ya caía la misma llovizna terca, estúpida, que no paraba desde hacía tres semanas.
Fue entonces cuando Mingo se golpeó la cabeza, de súbito, y dijo:
–Venancio: este necesita sol y va a tener sol. Vení, acompañáme.
Y ambos salieron de la casita y se dirigieron al único, viejo almacén de ramos generales del pueblo. Aunque era domingo, consiguieron que Don Brauerei les vendiera dos brochas y tres tarros de pintura: amarilla, blanca y azul.
Si el puto sol no sale, se lo pintamos nosotros– argumentaron ante el otro Saravia.
Y en el techo de la habitación donde agonizaba el enfermo, empezaron a pintar un cielo azul con nubecitas blancas, lejanas, y en el centro un sol furiosamente amarillo.
A eso de las cuatro de la tarde, Mingo abrió las ventanas de la habitación para que entrara mejor la grisácea claridad del exterior, y Venancio encendió todas las luces y hasta enfocó el buscahuellas del Ford hacia la ventana, para que toda la luz posible se reflejara en el sol del techo. Y uno a cada lado de la cama donde moría Juan Saravia, le dijeron a dúo:
–Mirá el sol, chamigo, mirá que te va a hacer bien.
Como en una imposible Piedad, Mingo le sostenía un brazo al moribundo y Venancio le acariciaba la cabeza, apoyada contra su propio pecho, acunándolo como si fuera un hijo, mientras el otro Saravia cebaba mates y miraba la escena como miran los viejos los dibujos animados.
–Mirá el sol, Juan, mirá que te hace bien– y cada tanto, en su agonía, Juan Saravia abría los ojos y miraba ese cielo absurdo. Así estuvieron un par de horas, mientras la llovizna caía y caía como si nunca jamás fuera a dejar de caer. A las cinco y media de la tarde Juan Saravia pestañeo un par de veces y luego mantuvo la vista clavada en el techo, se diría que piadoso él, como para darle el gusto a sus amigos. Se quedó mirando, durante unos minutos y con una expresión entre asombrada y triste, melancólica, el enorme sol amarillo del techo.
–Mira, ché, parece que sonríe– dijo Venancio.
–Dale, Juan, seguí mirando que te va a hacer bien– dijo Mingo.
Pero el enfermo cerró los ojos vencido por el agotamiento.
Como a las seis, la luz del domingo empezó a adelgazarse, a hacerse magra, y con el caer de la noche al hombre le aumentó la fiebre, la tos recrudeció brutalmente y la sangre pulmonar se tornó imparable.
Juan Saravia se agarró con una mano de una mano de Venancio y con la otra de la izquierda de Mingo, y empezó a irse de este mundo lentamente. Pero antes abrió los ojos para ver por última vez ese sol imposible. Contempló durante unos segundos la redonda bola amarilla pincelada en el techo, y en la boca se le dibujó una sonrisa tenue, casi ilusoria, como la que le aplican a Jesucristo en algunas estampas religiosas. Después la abrió todo lo grande que pudo para aspirar una inútil, final bocanada de aire, antes que la ultima tos le ablandara el cuerpo, que se aflojó como un copo depestañeo algodón que se desprende del capullo para que el viento se lo lleve.
El otro Saravia y Venancio se abrazaron para llorar, y Mingo, mas entero, fue a buscar al juez de paz para que labrara el acta.
Cuando volvió, Venancio ya había organizado el velorio, para el cual cortó unos malvones del patio y encendió seis velas que encontró en la cocina.
Lo velaron durante la noche, y todo el pueblo se hizo tiempo para despedir a Juan Saravia, con esa respetuosa y tozuda ceremoniosidad de la gente de frontera. Al amanecer ya no llovía y el viento sur empujaba las nubes como si fueran ganado.
A las nueve de la mañana, después de un cortejo flaco que parecía desgastarse a cada cuadra acompaño el cuerpo de Juan Saravia hasta el cementerio, y mientras el cura rezaba el Agnus Dei, el cielo se abrió del todo, como hembra decidida.
Y finalmente el sol, enorme y caliente y magnífico, irrumpió enfurecido en la mañana bermejeña.
Entonces, mirando hacia lo alto y todo lo fijo que es posible mirar al sol, Venancio codeó a Mingo:
–¿Le viste la sonrisa anoche? Ni que se hubiera muerto soñándolo.
–Carajo con el sol– dijo Mingo.

de El castigo de Dios. Editorial Norma, 1993.

El viaje: en la literatura como en la vida (I)

Ciberoamérica. México, 5 de agosto 

Quiero reflexionar ante ustedes, y con ustedes, acerca de nuestras pasiones compartidas: la literatura y el viaje. Literatura, digo, como viaje a la fantasía, como disparador de la imaginación que nos impulsa a descubrir. Literatura como camino hacia el conocimiento. Como indagación filosófica y psicológica -ese viaje interior- hacia el interior de la especie humana. Quiero decir, por lo tanto, que literatura y viaje son, esencialmente, paralelos casi perfectos.
Por supuesto que esto lo supo, o lo intuyó, el mismísimo Homero. Hace sólo un mes, caminando por la Acrópolis de Atenas, yo pensaba exactamente en este texto que estaba escribiendo y me decía que desde aquellas alturas majestuosas el mundo, la vida, no podía verse sino como un viaje: el mar está ahí y atrae, bajo el cielo infinito, pero sobre todo uno se siente impulsado a reflexionar sobre las miserias y grandezas de los hombres y mujeres que siempre transitaron esas tierras y todas las tierras del mundo. La Odisea de Ulises, vista así, no es sino un viaje fabuloso hacia la verdadera dimensión del ser humano, además de que ser griego -entonces y siempre- era y es sinónimo de la palabra "viajero". De igual modo algunos siglos después Virgilio hizo lo mismo, cuando Augusto lo convocó a escribir (o sea a inventar) la historia de Roma. Lo que en realidad hizo Virgilio fue escribir otro viaje fabuloso: Eneas cruza el Mediterráneo para desembarcar en el Lazio y fundar una civilización. Después de ellos, prácticamente toda la literatura universal se ocupó del viaje como materia fundamental. Y así la literatura misma resulta un viaje, siempre fabuloso, extraordinario, fantástico, en cada uno de los textos que se convirtieron en clásicos y hoy forman el acervo infinito de la escritura del mundo. El viaje es protagónico en los relatos de Las Mil y Una Noches. No en vano las máximas alturas imaginativas de ese libro maravilloso se alcanzan con el Pájaro Rujj, con Sindbad el Marino, con huídas y navegaciones fabulosas.

Lo es también en el Medioevo y en el Renacimiento: el Cid Campeador es un viajero, como lo es Marco Polo, y Dante Alighieri, en el 1300 florentino, retoma a un Virgilio imaginario que, en lugar de al Lazio, ahora viaja al Infierno. Otro viaje fantástico, una peripecia alucinante que bordea el horror y que -mejor aún- refunda la literatura: porque la vincula a lo social y a lo político; porque la lleva a indagar en lo moral y lo religioso; porque la hace cuestionar todo lo establecido; porque revuelve las creencias más infinitas y profundas de los seres humanos (que son Dios, el Cielo y el Infierno); y porque a ese viaje Virgilio lo hace por amor a Beatriz y ya sabemos que el amor es el otro gran motivo de la literatura universal. (Por eso, por favor, espero que vuelvan a invitarme cuando hagan un congreso sobre el amor, así seguimos reflexionando...). El viaje es también protagónico en Cervantes, desde luego. El Caballero de la Triste Figura es un "caballero andante", esto es, un viajero irrefrenable. El movimiento es el sentido mismo de su vida literaria. El escenario de sus imaginarias proezas es el permanente cruce de territorios: familiares como La Mancha o desconocidos y peligrosos como Argelia y el Mahgreb. Cervantes continúa la tradición homérica y virgiliana, y las moderniza. Don Quijote de la Mancha funda la novela moderna basándose en el andar itinerante de ese personaje de locas y literarias ideas, que al desplazarse nos provoca tanto admiración como ternura. Y no casualmente una de las cimas de esa novela ejemplar es aquel pasaje impresionante en el que el cautivo en Argel (alter ego del propio Cervantes, sin duda) huye en el Galeote con la bella Zoraida y sus compañeros y cruzan el Mediterráneo (como antes lo hizo Eneas y antes Ulises) hasta llegar a Sevilla de regreso. El viaje, una vez más, es escenario y motivo de la mejor literatura. 

Podríamos seguir enumerando cómo Literatura y Viaje han sido, a lo largo de los siglos, no una misma cosa sino ese paralelo casi perfecto. Me atrevería a decir, incluso, que es difícil concebir una literatura sin viaje, como es casi imposible que un viaje no provoque literatura. Esa es la tradición que inauguraron los Clásicos y que se difundió en todas las lenguas. Viaje y Literatura son paralelos perfectos en Rabelais como en Salgari, en Conrad como en Melville, en Sarmiento como en Dostoievsky. Aún en Shakespeare y en Goethe es posible encontrar viajes. Y ahí están en los grandes del siglo que acaba de terminar: James Joyce y Ernest Hemingway, Louis Ferdinand Celine y Romain Rolland, Jack London y John dos Passos, Giusseppe Ungaretti e Italo Calvino, Marguerite Yourcenar y Marguerite Duras. También todo el llamado boom que tan bien conocen y todavía estudian aquí en los Estados Unidos: Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier, por supuesto. Y también hay viaje en Jorge Luis Borges y en Rosario Castellanos, en Pablo Neruda y en Joao Guimarães-Rosa... La lista es interminable. 

Y es que la literatura no es sino la vida por escrito. La literatura no es sino una versión de la vida que ha sido puesta en palabras. La literatura no es otra cosa que un mágico testigo del paso de los hombres y las mujeres por la superficie de la Tierra y es, al mismo tiempo, la indescifrable e invisible huella de sus pasos, sus dudas, sus miedos, sus sueños y alucinaciones. Estoy diciendo: un viaje infinito. El viaje del ser hacia adentro del ser en forma de palabra escrita, palabra domiciliada en el papel y, ahora, es cierto, en la pantalla.

Quizá por todo esto que digo, por esa convicción que tengo, para mí viajar y escribir son la vida misma. Viajar y escribir son, para mí, tan naturales como respirar. Desde hace años salgo de mi tierra, el Chaco, en el Norte de Argentina, una o dos veces por mes, por razones profesionales. Asisto a congresos de escritores, ferias de libros y encuentros literarios; doy conferencias en academias y universidades de todas las Américas y Europa; y siempre aprovecho los viajes para zambullirme en mundos ficcionales. Porque yo no viajo sólo para conocer ciudades o sitios nuevos o exóticos; ignoro lo que es la perspectiva turística. A cada viaje yo voy como quien camina al azar: en apariencia distraído, lo que encuentre me hará feliz, sobre todo si me abre más los ojos. Me resulta imposible viajar distraídamente. Yo viajo alerta, con todos los sentidos despiertos y atentos. En grandes ciudades como Nueva York, París o Buenos Aires; en carreteras de Brasil, Canadá o Palestina; entre las piedras mitológicas de Grecia, Roma o México; o en ese extraño mundo despojado y misterioso que es la inmensa Patagonia, siempre lo que me turba y estimula del viaje es la incitación a escribir, la irrefrenable pasión escritural que en todo viaje se desata.

Por supuesto que me acompañan -y me guían y salvan, diría yo- todos los libros que he leído. Ellos determinan mi marcha, porque yo viajo haciendo literatura de cada observación y al observar evoco textos. Así, conjeturalmente, cada cosa que veo y cada texto que recuerdo se asocian en mi imaginación. La invención literaria florece por la sencilla razón de que cuando se viaja siempre se evoca. Uno viaja, y mientras lo hace mira y recuerda. Contempla y compara. Observa y mensura. Y así se avanza, sabiendo que todo, aún lo aparentemente más nimio, puede ser motivo escritural. El viaje interminable y fantástico que es la literatura universal es mi impulso constante. Yo no soy más que un escritor que viene cumpliendo con ese impulso inexorable. Desde mi primera novela hasta la última, el viaje ha sido mi motivo más constante: el exilio, la transterración, el movimiento, el zarandeo de los personajes en cada viaje interior. Particularmente en mi novela más conocida: Santo Oficio de la Memoria, que es -hay quien lo ha dicho- una versión contemporánea del viaje de Virgilio a los Infiernos. Texto que transcurre en un barco que navega desde Veracruz, México, hasta Buenos Aires, es también una incursión íntima en el mundo de la inmigración, el exilio, el desexilio y la democracia.

de Ciberoamérica. México, 5 de agosto de 2001.

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