10 Hs. Sonaron las
diez.
Ya había escrito todas las invitaciones. Sólo le faltaba redactar
el sobre de la última, para su amigo más íntimo: Piet Van Saal. Pero una
fuerza enorme le inhibió. Algo así como dos garras plúmbeas se posaron en sus
hombros. Y lo sustrajeron a su empeño.
Permaneció largo rato con la cabeza apoyada en el respaldo del
sillón giratorio. La laxitud parecía hacerle la barba. Después abrió los
ojos con dulzura. Y como engañando a la fatiga, lentamente, aproximó de nuevo
su busto al escritorio. Miró a izquierda y derecha, lleno de cautela –como
quien va a cometer una mala acción y tomó la pluma. Pero no pudo escribir más
que la S de Señor. Una ese mayúscula fina y elegante en forma de gancho de
carnicería. Y colgó en ella la carne: su cansancio, y el alma: su fastidio.
Op Oloop acababa de convencerse una vez más que no es posible ser
traidor a sí mismo. "Domingo: escribir de siete a diez", era
la regla. Cuando la vida está ordenada como una ecuación no se pueden saltar
las coyunturas matemáticas. Era incapaz de cualquier impromptu allende las
normas preestablecidas; aún del levísimo impromptu gráfico de poner el nombre
y domicilio en un sobre ya empezado.
–Lo veré personalmente –se consoló.
Verdugo paulatino de toda espontaneidad, Op Oloop era ya el método
en persona. El método hecho verbo. El método que canaliza en profundo las
ilusiones, las sensaciones y las voliciones. El método ya consubstancializado
que evita los respingos del espíritu y los corcovos de la carne. ¿Cómo romper
su vaivén rítmico?
¿Cómo alterar su fluencia consuetudinaria?
–Es inútil. No podré nunca emanciparme. El hábito me ha
forjado una tiranía atroz. Yo no quise nada más que trabajarme, hacerme grande
desde la pequeñez, como una de esas joyas diminutas del Renacimiento,
cinceladas sobre la paciencia, que ostentan el decoro de una fresca intuición y
una larga sagacidad. Pero me he adiestrado idiotamente en una amarga escuela de
constricción. He hecho de mi espíritu un cronómetro de exactitud ineluctable,
con timbre despertador y esfera luminosa... Oigo y veo mi "exacto"
fracaso a cada instante. Y sufro no poder vencerme, venciendo el arte indigno
que ahogara desde el escrúpulo más tenue al impulso más poderoso. Un factor
novel de rebeldía, tímido ayer, implacable ahora, trabaja la populosa pena de
mis ideas. Estérilmente. Me ha castrado el afán de ser algo, ¡algo notable!
en el concepto del mundo. Y sólo he logrado ser algos, en el sentido
patológico de la palabra: un dolor vivo, que se desliza oculto bajo las horas y
la mentira de mis propias sumisiones.
No hablaba. Su voz era dirigida hacia adentro, a un daimon acurrucado
en la conciencia.
El valet entró en ese momento:
–Señor: me permito recordarle que hoy, domingo, a las diez y
media, debe usted tomar su baño turco. No le quedan más que pocos minutos para
llegar a tiempo. ¿Pido el auto?
–¡Todavía esto! Ya le he dicho que no olvido nunca nada. El
auto está pedido. Entregue hoy mismo esta correspondencia a sus respectivos
destinatarios.
Un movimiento automático de cabeza cercenada hizo chocar la
barbilla con el tórax del mucamo. Se contrajo a entregarle el sombrero, el bastón
y los guantes.
Hay personas que conocen los días en que viven por los boletos de
combinación que expenden los tranvías, por los avisos bancarios de próximos
vencimientos o por el almanaque de las oficinas donde llenan gratuitamente de
tinta la pluma-fuente. Op Oloop no era de ésos. Su casa era una agenda viva, un
archivo meticuloso, un emporio de mementos. Cada pared ostentaba profusión
de tablas sinópticas, mapas estadísticos y diagramas policromados. Cada mueble
era un almacén repleto de datos y reseñas, de estudios y experiencias. Cada
cajón, un fichero que custodiaba la fidelidad de su memoria. Hasta en sus
bolsillos guardaba extractos de profundas lucubraciones.
Unigénito del método y la perseverancia. Op Oloop era la más
perfecta máquina humana, la más insigne creación de autodisciplina que
conociera Buenos Aires. Cuando se llevan compulsados y seriados desde la
pubertad los fenómenos más importantes del universo y los actos fallidos más
leves del ser, se puede afirmar con seriedad que el sistema ha sido constreñido
a su mínima expresión: vale decir endiosado a su mayor jerarquía metodológica;
¡porque la grandeza del método se revela en su soberanía sobre lo nimio!
La vida se llena. haciendo esquemas: en el aire, la tierra, el agua
y las cosas: vuelo, surco, estela, escrito. Los ociosos que redactan espirales
de humo, que dibujan ritmos en el baile o trazan contorsiones en el sport,
provocábanle su mayor indiferencia. Si en vez de esos esquemas inconducentes se
ahincaran a contar los paraguas que se pierden en los cafés, los casos de
bigamia o apendicitis, las comas que obstruyen la claridad de los códigos, al
menos resultarían fructuosos para establecer en el cálculo de probabilidades
los índices normativos del nexo causal. Mas, no todos vienen al mundo
impregnados del fervor divino, que es la presencia útil del hombre en su medio.
Hay gentes que no reconocen otro quehacer, que hacer esquemas en su nada. Op
Oloop era distinto. Usando impermeable, sabía el número de paraguas que se
pierden; siendo soltero, la jurisprudencia universal respecto de la bigamia;
gozando buena salud, las teorías arcaicas y modernas en torno de la
apendicitis; y aborreciendo gentilmente a los abogados, la cantidad de comas
sobre las cuales especulan en embrollos de latines y hermenéutica.
El automóvil frenó frente a la casa de baños.
Parece mentira, pero es cierto. La vida solitaria de los especímenes
más evolucionados gira siempre sobre goznes de rutina. Al pobre Kant, los
imperativos no le dejaban alejarse más allá de las cervecerías de su pueblo;
al pobre Pasteur, los microbios lo forzaron a una soledad pura de leche
pasteurizada; al pobre Edison, los inventos lo retuvieron circuido en el
insomnio y la sordera. A medida que se expande el espíritu, la carne se sujeta
a clisés ineludibles. Los hábitos de yacer, folgar y yantar se tornan matemáticos.
Y las horas del día, irrevocablemente asignadas a goces, funciones y eventos
conocidos, se ahondan en el deber; pues, cuando la audacia mental más se
aventura por las zonas inéditas de la abstracción, la materia más se empecina
y circunscribe en el sótano de la costumbre.
5.15 Hs.
Sonó el cuarto de hora. Las ondas del gong llevaron flotando sus
palabras. Quedó suspenso, como persiguiendo la quimera.
Después, sin saber por qué, la puerta abierta le invitó a
asomarse al balcón. ¡Fue un vértigo espantoso! Una tromba absorbente de
pensamientos macabros le encalabrinó. Elevándose desde la calzada, otra tromba
hacía girar las casas, los árboles, los automóviles, en una zarabanda demoníaca.
En medio de esos dos caos, frenéticamente, remolineó en sí y fuera de sí.
Como un náufrago se crispó sobre los barrotes. El estrago abatía todo en
feroces rolidos. Al entreabrir los ojos, la calle se verticalizó. Entonces, el
asfalto hecho goma se adhirió a sus párpados. Y le tiraba, le tiraba con tanta
fuerza, que bamboleó ya en trance de ceder. Cuando el vértigo iba a
arrancarlo, Op Oloop cerró los ojos guillotinando la atracción.
Sudoroso, trepidante, reculó hasta el escritorio. Se sentó. En
medio del desorden mental se abría una enorme franja de luz:
–¡Los prados azules de la muerte!
Y en ella –friso de gloria– la imagen concisa y frágil de
Francisca, repetida al infinito, cada cual con un encanto nuevo, cada cual con
una ternura fresca.
No pudo ahondar el prodigio.
Al reponerse, su gabinete de trabajo –colmado de bibliotecas y
cajas compiladoras, de máquinas y diagramas– le causó repugnancia. El, que
había llenado las horas de sabiduría, tenía al fin la experiencia negativa de
la vanidad. Todo se le antojó insufrible. Todo había sido inútil. No era
dolor su padecimiento, sino escarnio viendo al Tiempo sacudir su odre vacío y
aconsejarle:
–¡Imbécil: otra vez lo llenas de amor!
Revolviéndose en el sillón, afligido por agudas heridas
espirituales, al llevar la mano al pecho palpó su libreta de apuntes. Ebrio de
un interés subitáneo, abrió las páginas destinadas a su estadística
libidinosa. Y en el cuadro asignado al Número Mil, escribió:
KUSTAA IISAKKI, 21 años, finlandesa, rubia, manida. Hija de
Minna Uusikirkko. Casi hija mía.. . ¡Hija de mis sueños! Coito interrupto. 0
0 00...
OP OLOOP.
Mientras
estampaba su resumen de ceros, se le anudó la garganta gimiendo:
–¿Eso es amor, Minna?... ¿Eso es felicidad Kustaa?... ¿Eso es
lo que prometes, Franzi?...
Enrojecía. Las respuestas –obvias– acentuaron su anormalidad
afectiva. Ninguna emoción le era agradable ya. Su desaliento aumentó, sin
embargo, merced a un motivo fútil. Al cerrar con su firma los mil casos de su
estadística sensual, las cuatro O de su nombre y apellido coincidieron con los
cuatro ceros del renglón anterior. Vio en ello un símbolo deprimente. Magnificándolo,
interpretó los cuatro ceros como el juicio puesto por el destino a los cuatro
afanes cardinales de su vida: libertad, trabajo, cultura, amor. Y se llenó de
tintes crepusculares su antiguo gusto de vivir.
El arte y la ciencia de todas las cosas está en saber manejar las
fatalidades. Leyendo a Daudet, en la adolescencia, se había apropiado de esa
verdad que fue mentora de sus pasos en diversas encrucijadas. Pero esa noche
todos los fatums y anankés estaban convulsionados en el aquelarre de su
cabeza. No podía espantarlos. Los recursos de veinte años para elevarse,
depurarse y glorificarse fallaron. Eran meros espejismos, suntuosos burladeros
de un sino preestablecido, ¡tan preestablecido que brillaba en las cuatro
nulidades de su firma!
El Estadígrafo se inmergió en un remanso de tranquilidad
contemplativa. Hizo el balance escueto de su trayectoria vital. Estaba errada.
Escudriñó la perspectiva de afrontar nuevos rumbos. Eran pavorosas. Sumiso,
entonces, aceptó su suerte, su impotencia y su esterilidad. Y se allanó a
considerarse la encarnación de un teorema absurdo.
Viendo aún el sobre que intentó llenar, al iniciar la jornada,
con la dirección de Van Saal, lo tomó. La soledad de la S ya escrita, acusábale
sus desatenciones para con él. En desagravio, resolvió escribirle primero que
a nadie. E1 numen que concentra las energías finales del espíritu le ayudó
con tanta lucidez y fortaleza que, en vez de pensar, parecía transcribir:
Querido Piet:
¡Silencio! Mientras la vida puede sobrellevarse dignamente es
obligación vivirla. Mas, cuando se comprueba la falencia de los valores
eviternos, vivir es una cobardía. No me juzgues. Sólo la muerte juzga a la
vida. He aquí mi falla.
¡Silencio! Sea flor de ternura la comprensión de tu sonrisa. Y
sol que ilumine el abismo de mi trance, el sol diminuto que brilla en el punto
de luz de tus pupilas. El sol que rueda en tus lágrimas.
¡Silencio! ¿Para qué exaltarte con un recuerdo estéril? Junta
el mío y nada mas. Tú también eres una incidencia de recuerdos... ¡Que no
los actualice nunca el amor! Te alumbrana el recuerdo del futuro que forjaste en
el ensueño. Eso es fatal.
¡Silencio! Tú sabes que mi egoísmo ha contradicho todo lo que ha
podido y que ahora contradigo "el principio supremo de todo deber". Tú
sabes que al sumirme en la eutanasia yo me no de Dios. Bueno: calla y tolera.
¡Silencio! No extiendas tu lástima como un manto sobre mi cadáver.
No hagas la tonta filosofía del ejemplo. Cada cual es un triste ejemplo de
torpezas en esa vida exenta de paradojas que se vive en el fondo del ser.
¡Silencio! Un silencio trágico de rostro demudado. Vuelve mi
soplo al aire, mi fuego al sol, mi sombra a la tierra. Y toda mi algarabía a la
mudez esencial del mundo. Ni una palabra. Hay un riesgo atroz. Podrías oírte...
¡Silencio! Soy un alma con mucha muerte encima. Me enorgullece. Es
la única fortuna que vale... Desde la distancia póstuma vendré a buscar tu
amistad que fue el gran hallazgo de mi vida. Ya charlaremos en la vereda del
misterio.
¡Hosanna, Piet!
Leyó la carta con
fría naturalidad. Obraba de acuerdo con un plan que dijérase maduro en la
subconsciencia, por la insensibilidad de su realización. Tomó más papel y
escribió:
Gastón:
Kustaa lisakki, "la sueca" que usted me indicara es nada
menos que hija psíquica mía. Si bien yo no materialicé el ensueño, su
realidad me acusa. Por el amor que tuve a su madre: Minna Uusikirkko –hija del
profesor de letras del Liceo de Uleaborg– le ruego coopere con Piet y
Franziska en la noble tarea de redimir su alma.
Confío en usted como he confiado siempre
Sonriendo
tétricamente secó la tinta. Su letra era neta, firme, estilizada con
sobriedad. Acto continuo, sin ninguna hesitación, redactó:
Yo, Optimus Oloop, soltero, treinta y nueve años, nativo de
Uleaborg, Finlandia, por este mi testamento ológrafo declaro: Primero: Que no
tengo herederos forzosos. –Segundo: Que no debo nada a nadie ni nadie me debe
a mi. –Tercero: Que mi patrimonio lo constituyen el mobiliario de este
departamento y veintiocho mil pesos depositados en el Banco Anglo Sud Americano.
–Cuarto: Que lego el mobiliario con todo su material científico a la Dirección
Nacional de Estadística; y el resto de los enseres a mi "valet". –
Quinto: Que lego el dinero, por partes iguales, a Mina Uusikirkko, Kustaa
lisakki, Piet Van Saal y Franziska Hoerée. –Sexto: Que estando la primera
internada en el Manicomio de Mujeres de Helsingfors, Piet Van Saal dispondrá de
la suma para atender al recobro de su salud. –Séptimo: Que estando la segunda
como pupila "chez" Madame Blondel, de esta ciudad, Franziska Hoerée
dispondrá de la suma para obtener su reeducación. –Octavo: Que mi cadáver
sea cremado y mis cenizas aventadas sobre el Río de la Plata, por el Comisario
de tráfico aéreo, don Luis Augusto Penaranda, próximo al lugar donde desaguan
los detritos de la urbe; mientras, simultáneamente, el Jefe de obras
sanitarias, don Cipriano Slatter, escriba en la playa este epitafio:
"Aquí yace Op Oloop.
Para él nada fue difícil
excepto el amor.
¡Por eso amó tanto a las
mujeres fáciles!"
–Noveno: Nombro albacea para el cumplimiento de estas
disposiciones a don Gastón Marietti, amigo fiel, cuya riqueza y cultura superan
al bien y al mal. En Buenos Aires, a veintitrés días de abril de mil
novecientos treinta y cuatro.
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