Antonio Di Benedetto

Volamos

Como puesta ante un apacible e inofensivo misterio, que puede serlo, con ganas de hablar, que a mí me faltan, me cuenta de su gato.
Es, sí. Claro que es; pero... Ante todo, como es huérfano, recogido por compasión, se ignora su ascendencia. Es gato y le agrada el agua. De las acequias no prefiere los albañales, sino la corriente barrosa. Se lanza acezante, pisa fuerte y salpica: hunde las fauces y hace que toma, pero no toma, porque es de puro goloso que lo hace. Puede pensarse que no es un gato, que es un perro. También por su actitud indiferente en presencia de los demás gatos. Pero es que asimismo se limita a observar desde lejos a los perros y ni siquiera se enardece frente a una pelea callejera. Como al emitir la voz desafina espantosamente y además es ronco, no puede saberse si maúlla o ladra.
Hago como que me asombro. Pero no abro la boca, porque de preguntar o comentar me preguntaría por qué pienso así y tendría que explicar y complicarme en un diálogo. Empero ya no me habla: se habla. Revisa lo que sabe y quiere saber más.
Es gato y le gusta el agua. Eso no autoriza a concluir que sea un perro. Ni siquiera está la cuestión en que sea perro o gato, porque ni uno ni otro vuelan, y este animalito vuela; desde hace unos días se ha puesto a volar.
Yo espero que me pregunte si creo que se trata de una brujería. Pero no; al parecer, no cree en eso. Yo tampoco; aunque lo pensé. Mejor dicho, pensé que ella lo pensaba. Pero no.
­¿No te maravillas?
­Sí; seguramente. Me maravillo. Cómo no. Me maravillo.
Podría maravillarme, cómo no. Pero no. Puedo maravillarme porque el gato-perro vuela. Pero es que no sólo hablo. Estoy pensando. Pienso que ella supone que he de maravillarme porque lo que creyó era gato puede ser perro o lo que puede ser gato o perro puede ser un ave o cualquier otro animal que vuele. Debiera maravillarme porque, lo que se cree que es, no es. No puedo. ¿Acaso me maravilla que tú no seas lo que tu esposo cree que eres? ¿Acaso me maravilla no ser lo que mi esposa cree que soy? Tu animalejo es un cínico, nada más. Un cínico ejercitado.

de Mundo Animal. 1953.

Caballo en el salitral

El aeroplano viene toreando el aire.
Cuando pasa sobre los ranchos que se le arriman a la estación, los chicos se desbandan y los hombres envaran las piernas para aguantar el cimbrón.
Ya está de la otra mano, perdiéndose a ras del monte. Los niños y las madres asoman como después de la lluvia. Vuelven las voces de los hombres:
­¿Será Zanni..., el volador?
­No puede. Si Zanni le está dando la vuelta al mundo.
­¿Y qué, acaso no estamos en el mundo?
­Así es; pero eso no lo sabe nadie, aparte de nosotros.
Pedro Pascual oye y se guía por los más enterados: tiene que ser que el aeroplano le sale al paso al "tren del rey".
Humberto de Saboya, príncipe de Piamonte, no es rey; pero lo será, dicen, cuando se le muera el padre, que es rey de veras.
Esa misma tarde, dicen, el príncipe de Europa estará allí, en esa pobrecita tierra de los medanales.
Pedro Pascual quiere ver para contarle a la mujer. Mejor si estuviera acá. A Pedro Pascual le gusta compartir con ella, aunque sea el mate o la risa. Y no le agrada estar solo, como agregado a la visita, delante del corralón. No es hosco; no está asentado, no más: los mendocinos se ríen de su tonada cordobesa.
Se refugia en el acomodo de los fardos. Tanta tierra, la del patrón que él cuida, y tener que cargar pasto prensado y alambrado para quitarle el hambre a las vacas. Las manos que ajustan y cinchan dan con los yuyos que han segado en el camino: previsión medicinal para la casa. Perlilla, tabaquillo, té de burro, arrayán, atamisque... Mueve y ordena los manojos y la mezcla de fragancias le compone el hogar, resumido en una taza aromática. Pero se adueña del olfato la intensidad del tomillo y Pedro Pascual quiere compararlo con algo y no acierta, hasta que piensa, seguro: "...este es el rey, porque le da olor al campo". 

¿Eso, el tren del rey? ¿Una maquinita y un vagón dándose humo ? No puede ser; sin embargo, la gente dice...
Pedro Pascual desatiende. Lo llama esa carga de nubes azuladas, bajonas, que están tapando el cielo. Se siente como traicionado , como si lo hubieran distraído con un juguete zampándole por la espalda la tormenta. No obstante, ¿por qué ese disgusto y esa preocupación? ¿No es agua lo que precisa el campo? Sí, pero... su campo está más allá de la Loma de los Sapos.
La maquinita pita al dejar de lado la estación y a Pedro Pascual le parece que ha asustado las nubes. Se arremolinan, cambian de rumbo, se abren, como rajadas, como pechadas por un soplido formidable. El sol recae en la arena gris y amarronada y Pedro Pascual siente como si lo iluminara por dentro, porque el frente de nubes semeja haber reculado para llevarle el agua adonde él la precisa.
Ahora Pedro Pascual se reintegra al sitio donde está parado. Ahora lo entiende todo: la maquinita era algo así como un rastreador, o como un payaso que encabeza el desfile del circo. El "tren del rey", el tren que debe ser distinto de todos los trenes que se escapan por los rieles, viene más serio, allá al fondo.
Es distinto, se dice Pedro Pascual. Se da razones; porque en el miriñaque tiene unos escudos, y dos banderas. . . ¿Y por qué más? Porque parece deshabitado, con las ventanillas caídas, y nadie que se asome, nadie que baje o suba. El maquinista, allá, y un guarda, acá, y en las losetas de portland de la estación un milico cuadrado haciendo el saludo, ¿a quién?
La poblada, que no se animaba, se cuela en el andén y nadie la ataja. Los chicos están como chupados por lo que no ocurre. Los hombres caminan, largo a largo, pisan fuerte, y harían ruido si pudieran, pero las alpargatas no suenan. Se hablan alto, por mostrar coraje, mas ni uno solo mira el tren, como si no estuviera.
Después, cuando se va, sí, se quedan mirándole la cola y a los comentarios: "¡ Será ! . . . "
Antes que el tren sea una memoria, llega de atrás el avioncito obsequioso, dispuesto a no perderle los pasos.

Tendrá que arrepentirse, Pedro Pascual, de la curiosidad y de la demora; aunque poco tiempo le será dado para su arrepentimiento.
A una hora de marcha de la estación, donde ya no hay puestos de cabras, lo recibe y lo acosa, lo ciega el agua del cielo. Lo achica, lo voltea, como si quisiera tirarlo a un pozo. Lo acobarda, le mete miedo, trenzada con los refusilos que son de una pureza como la de la hoja del más peligroso acero.
Pedro Pascual deja el pescante. No quiere abandonar el caballito; pero el monte es achaparrado y apenas cabe él, en cuclillas. El animal humilde, obediente a una orden no pronunciada, se queda en la huella con el chaparrón en los lomos. 
Entonces sucede. El rayo se desgarra como una llamarada blanca y prende en el alpataco de ramas curvas que daban amparo al hombre. Pedro Pascual alcanza a gritar, mientras se achicharra. Ruido hace, de achicharrarse.
El caballo, a unos metros, relincha de pavor, ciego de luz, y se desemboca a la noche con el lastre del carro y el pasto que le hunde las ruedas en la arena y en el agua, pero no lo frena.

Clarea en el bajo, mas no en los ojos del animal.
Ha huido toda la noche. Afloja el paso, somnoliento y vencido, y se detiene. El carro le pesa como un tirón a lo largo de las varas; sin embargo, lo aguanta. Cabecea un sueño. La pititorra picotea la superficie del pasto y a saltitos lleva su osadía por todo el dorso del caballo, hasta la cabeza. El animal despierta y se sacude y el pajarito le vuela en torno y deja a la vista las plumas blancas del pecho, adorno de su masa gris pardusca. Después lo abandona.
El cuadrúpedo obedece al hambre, más que a la fatiga. El pasto mojado de su carga le alerta las narices. Hunde el casco, afirma el remo, para darse impulso, y sale a buscar.
Huele, tras de orientarse, si bien donde está ya no hay ni la huella que ayuda y el silencio es tan imperioso que el animal ni relincha, como si participara de una mudez y una sordera universales.
El sol golpea en la arena, rebota y se le mete en la garganta.
No es difícil ­todavía­ beber, porque la lluvia reciente se ha aposentado al pie de los algarrobos y el ramaje la defiende de una rápida evaporación.
El olor de las vainas le remueve el instinto, por la experiencia de otro día de hambre desesperada, pero el algarrobo, con sus espinas, le acuchilla los labios.
El atardecer calma el día y concede un descanso al animal. 

La nueva luz revela una huella triple, que viene al carro, se enmaraña y se devuelve. La formaron las patitas, que apenas se levantan, del pichiciego, el Juan Calado, el del vestido trunco de algodón de vidrio. El pasto enfardado pudo ser su golosina de una noche; estacionado, su eterno almacén. Muy elevado, sin embargo, para sus cortas piernas.
Muy feo, además, como indicio del desamparo y la pasividad del caballo de los ojos impedidos. Ahí está, débil, consumiéndose, incapaz de responder a las urgencias de su estómago.
Una perdiz se desanuda del monte y levanta con sus pitidos el miedo que empieza a gobernar, más que el hambre, al animal uncido al carro. Es que vienen volteando los yaguarondíes. La perdiz lo sabe; el caballo no lo sabe, pero se le avisa, por dentro.
Los dos gatazos, moro el uno, canela el otro, se tumban por juego, ruedan empelotados y con las manos afelpadas se amagan y se sacuden aunque sin daño, reservadas las uñas para la presa incauta o lerda que ya vendrá.
El caballo se moja repentinamente los ijares y dispara. El ruido excesivo, ese ruido que no es del desierto, ahuyenta a los yaguarondíes, si bien eso no está en los alcances del carguero y él tira al médano.
La arena es blanda y blandas son las curvas de sus lomadas. Otra, de rectas precisas, es la geometría del carro que se esfuerza por montarlas.
Sin embargo, en esa guerra de arena tiene un resuello el animal. Ofuscado y resoplante, tupidas las fosas nasales, no ha sondeado en largo rato en busca de alimento, pero el pie, como bola loca, ha dado con una mancha áspera de solupe. La cabeza, por fin, puede inclinarse por algo que no sea el cansancio. Los labios rastrean codiciosos hasta que dan con los tallos rígidos. Es como tragarse un palo; no obstante, el estómago los recibe con rumores de bienvenida.
El ramillete de finas hojas del coirón se ampara en la reciedumbre del solupe y, para prolongar las horas mansas del desquite de tanta hambruna, el coirón comestible se enlaza más abajo con los tallos tiernos del telquí de las ramitas decumbentes.
El olor de una planta ha denunciado la otra, mas nada revela el agua, y el animal retorna, con otro día, hacia las "islas" de monte que suelen encofrarla.
Un bañado turbio, que no refleja la luz, un bañado decadente que morirá con tres soles, lo retiene y lo retiene como un querido corral.
Las islas y las isletas se pueblan de sedientos animales en tránsito; disminuye su población cuando unos se dañan a otros, sin llegar a vaciarse.
El caballo se perturba con la vecindad vocinglera y reñidora, aunque nadie, todavía, se ha metido con él. Un día guarda distancia, condenándose al sol del arenal; al otro se arriesga y puede roer la miseria de la corteza del retamo. 

De las islas se suelta la liebre. Ahonda su refugio el cuye. El zorro prescinde de su odio a la luz solar y deja ver a campo abierto su cola ampulosa detrás del cuerpo pobrete. Sólo en el ramaje queda vida, la de los pájaros; pero ellos también se silencian: viene el puma, el bandido rapado, el taimado que parece chiquito adelante y crece en su tren trasero para ayudar el salto.
No busca el agua, no comerá conejos. Desde lejos ha oteado en descubierto el caballo sin hombre. Se adelanta en contra del viento.
A favor, en cambio, tiene el aire una yegua guacha, libre, que no conoció jamás montura ni arreo alguno. Acude a las islas, por agua.
La inesperada presencia del macho la hace relinchar de gozo y el caballo en las varas vuelca la cabeza como si pudiera ver, armando sólo un revuelo de moscas. En los últimos metros, la yegua presume con un trotecito y al final se exhibe, delante, cejada, con sus largas crines y su cuerpo sano.
En el caballo resucita el ansia carnal. Si ella postergó la sed, él puede superar la declinación física.
Se arrima, se arriman él y su carro. La hembra desconfía de ese desplazamiento monstruoso, no entiende cómo se mueve el carro cuando se mueve el macho. Corcovea, se escurre al acercamiento de las cabezas que él intenta, como un extraño y atávico parlamento previo.
Brinca ella, excitada y recelosa; se aturde por el ímpetu cálido que la recorre. Y aturdida, conmovida, descuidada, depone su guardia montaraz y rueda con un relincho de pánico al primer salto y el primer zarpazo del puma.
Como herido en sus carnes, como perseguido por la fiera que está sangrando a la hembra, el caballo enloquece en una disparada que es traqueteo penoso rumbo adentro del arenal. 

Corta fue la arena para el terror. La uña pisa ya la ciénaga salitrosa. Es una adherencia, un arrastre que pareciera chuparlo hacia el fondo del suelo. Tiene que salir, pero sale a la planicie blanca, apenas de cuando en cuando moteada por la arenilla.
Gana fuerzas para otro empujoncito mascando vidriera, la hija solitaria del salitral, una hoja como de papel que envuelve el tallo alto de dos metros igual que si apañara un bastón
Más adelante persigue los olores. Huele con avidez. Capta algo en el aire y se empeña tras de eso, con su paso de enfermo, hasta que lo pierde y se pierde.
Ahora percibe el olor de pasto, de pasto pastoso, jugoso, de corral. Lo ventea y mastica el freno como si mascara pasto. Masca, huele y gira para alcanzar lo que imagina que masca. Está oliendo el pasto de su carro, persiguiendo enfebrecido lo que carga detrás. Ronda una ronda mortal. El carro hace huella, se atasca y ya no puede, el caballejo, salir adelante. Tira, saca pecho y patina. Su última vida se gasta.
Tan sequito está, tan flaco, que luego, al otro o al otro día, como ya no gravita nada, el peso de los fardos echa el carro hacia atrás, las varas apuntan al firmamento y el cuerpo vencido queda colgado en el aire.
Por allá, entretanto, acude con su oscura vestimenta el jote, el que no come solo. 

Un setiembre 

 

Lavado está el carro, lavados los huesos, más que de lluvia, por las emanaciones corrosivas y purificadoras del salitre.
Ruina son los huesos, caídos y dispersos, perdida la jaula del pellejo. Pero en una punta de vara enredó sus cueros el cabezal del arreo y se ha hecho bolsa que contiene, boca arriba, el largo cráneo medio pelado.
Sobre la ruina transcurre la vida, a la búsqueda de la seguridad de subsistencia: una bandada de catitas celestes, casi azules los machos, de un blanco apenas bañado de cielo las hembras.
Con ellas, una pareja de palomas torcazas emigra de la sequía puntana. Ya descubren, desde el vuelo, la excitante floración del chañar brea, que anchamente pinta de amarillo los montes del oeste.
Sin embargo, la palomita del fresco plumaje pardo comprende que no podrá llegar con su carga de madre. Se le revela, abajo, en medio de la tensa aridez del salitral, el carro que puede ser apoyo y refugio. Hace dos círculos en el aire, para descender. Zurea, para advertir al palomo que no lo sigue. Pero el macho no se detiene y la familia se deshace.
No importa, porque la madre ha encontrado nido hecho donde alumbrar sus huevos. Como una mano combada, para recibir el agua o la semilla, ]a cabeza invertida del caballito ciego acoge en el fondo a la dulcísima ave. Después, cuando se abran los huevos, será una caja de trinos.
.

de El cariño de los tontos. 1961.

El silenciero (Fragmento)

La cancel da directamente al menguado patio de baldosas. Yo abro la cancel y encuentro el ruido. Lo busco con la mirada, como si fuera posible determinar su forma y el alcance de su vitalidad. Viene de más lejos de los dormitorios de un terreno desocupado, que yo no he visto nunca, los fondos de una casa espaciosa que emerge en otra calle.

Desde el umbral de la cocina, mi madre me previene: -Ha sido así toda la mañana.

-¿Y qué es? -quiero establecer, desconcertado.

-Han traído un ómnibus, han encendido el motor y lo han dejado, que siga...

Como yo nada hago por terminar de entrar, ella me advierte: -Ha venido tu tío. Comerá con nosotros Está leyendo las noticias.

El sol se prodiga sobre la mesa del comedor de diario. Nombrar su bondad forma parte del rito del almuerzo y resulta necesario como pronunciar la gratitud.

Pero no conseguimos proceder igual que siempre. El ruido, continuo, nos compulsa a tenerlo más presente que ninguna otra cosa.

-¿Cómo sabe que es un ómnibus? -Le pedí a tu tío que se acercara y viera.

El hermano sólo gasta un movimiento de cabeza para avalar su informe.

La explicación del trámite está implícita: desde que eso empezó, ella se siente aturdida y molesta y se ha inquietado, a cuenta, por el hijo.

Mi tío opina: -No puede durar. Un ómnibus viene y se va.

El ruido, presionándome la cabeza, me empuja a cuestionar: -"Viene y se va", eso es una frase. Viene y se va cuando anda por la calle. ¿No se da cuenta que este ómnibus es diferente, que está injertado en nuestra casa? ¿No lo oye, acaso? Claro, no tendrá que soportarlo, usted no vive aquí!...

La cuchara, suspendida en el aire, desbordando la sopa -esa única respuesta de la sorpresa de mi tío- achica mi vehemencia y me hace callar, mortificado.

En el silencio de los tres, ordeno las razones con que él podría moderarme: yo descargo sobre él mi agresividad y mi cólera y al hacerlo me equivoco de sujeto y me pongo injusto con torpeza; no acato la posibilidad de que el ruido de repente se apague y no regrese, me encarnizo en la suposición de que el problema se ha posesionado del futuro y ya nunca nos dará un respiro; descuido atender que lo normal de un ómnibus es circular por ahí o por allá, siempre afuera, y que un motor en marcha, si el coche no anda, es antieconómico y está sometido, nada más, a una prueba transitoria.

Digo, corrigiendo el atropello que también rozó a mi madre: -Bueno, ya pasará; de lo contrario, tendremos un remedio legal para que pase.

No obstante, sobre esas mismas palabras me arrepiento, porque es como adquirir el compromiso de entablar una oscura batalla para la cual no me hallo bien dispuesto: denuncias, no sé a quién; comprobación, pruebas, alegatos; la sanción para los otros; para mí, la hostilidad de los culpables, aún innominados. 

Para mí, el ruido se interrumpe con la segunda porción de la jornada que debo dar a la oficina.

De vuelta, la vereda de mi casa marca el límite del recelo: más allá pueden encontrarse planteadas las condiciones definitivas para una lucha.

Adentro sólo están mi madre y los benignos ruidos domésticos.

No pregunto cuánto más duró aquello. Mi madre no me infiere ningún recuerdo verbal; pero su rostro y sus ojos están fatigados y su administración de la cena denuncia la prisa por llegar al lecho.
de El silenciero. Adriana Hidalgo Editora, 1999.

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