Antonio Dal Masetto

Pulpo

El hombre se entera que esta noche, en el Verde, hay cazuela de pulpo, así que decide no perdérsela y ahí está acodado a la barra, esperando y dispuesto a disfrutar de una buena cena ya que se trata de uno de sus platos favoritos. Aparece Romero, un carpintero del barrio. Saluda y se le sienta al lado. El hombre contesta amablemente, aunque este encuentro no lo haga feliz. Pensaba comer en paz y sabe que Romero tiene el vicio de la comunicación, práctica que el hombre no reprueba, salvo cuando intentan experimentarla con él. Efectivamente, Romero se larga a hablar y a contarle de su vida. Está realizando un trabajo importante, en la casa de una turca, viuda, que vive con tres hijas cuyas edades oscilan entre los veinte y los treinta años.
Mientras escucha, el hombre advierte que alguien se ha sentado del otro lado, a su izquierda. Reconoce a Pierre Fontenelle, el Exorcista. Lo ha visto una sola vez, pero es inconfundible con su sobretodo negro y la polera blanca en la noche calurosa. El hombre se pregunta si volverá a repetir la ceremonia de la hostia.
Romero, mientras tanto, sigue con su historia: teniendo en cuenta que el trabajo encomendado se prolongará bastante tiempo y que él vive solo, un mediodía la turca mayor le propone que ocupe momentáneamente una piecita en la terraza de la casa. Romero acepta. Por lo tanto se muda, trabaja, almuerza y cena con las mujeres. Una noche, tarde, se abre la puerta de la pieza donde duerme y en la claridad lunar advierte que está recibiendo la visita de la turca mayor. Tienen un encuentro muy acalorado, después la turca se va y sigue la rutina de siempre.
A la noche siguiente, vuelve a abrirse la puerta. Romero piensa que se trata nuevamente de la turca mayor, pero esta vez la que acude es una de las turquitas. Posteriormente aparece la segunda turquita y luego la tercera. Durante el día nadie habla del asunto y es como si se tratara de un gran secreto. Romero trabaja duro, se alimenta bien, se acuesta y espera.
El hombre oye, a su izquierda, la voz del Exorcista que recita: "La amada se desliza a través de la noche con andar de gacela y sus labios son dulces como el néctar de las flores". Aclara: "Cantar de los Cantares."
Pide perdón por la interrupción, estira la mano por delante del hombre y se presenta a Romero: "Pierre Fontenelle." Inmediatamente pregunta si las cuatro mujeres son lindas. Romero contesta que son ardientes y que según su modesta opinión, en cuanto a mujeres fogosas, no hay nada que supere a una turca fogosa, no importa la edad que tenga. El hombre percibe que hacia la izquierda, por el lado del Exorcista, acaba de aumentar considerablemente la temperatura ambiente. Por fin llega la cazuela.
Apresado entre dos fuegos, el hombre se resigna y empieza a comer. De pronto advierte que el Exorcista extrae una hostia del bolsillo, la sostiene en la mano y la aprieta un poco con el pulgar en la parte superior, de manera que se ahueque y tome forma de cuchara. Después introduce la hostia en la cazuela, la maneja con habilidad y consigue llevarse un buen trozo de pulpo. Se chorrea salsa sobre la solapa del sobretodo y se limpia con una servilleta de papel. Al hombre esto no le gusta nada y está a punto de ponerse un poco maleducado. Pero recapacita y se dice que nada ni nadie conseguirá arruinarle la cena, así que se dirige al Exorcista y solamente pregunta: "¿Ya no las come con vinagre?" "Según la hora", contesta Pierre Fontenelle.
Mientras tanto, Romero sigue con su historia y confiesa que si bien la situación con las turcas le agrada, está comenzando a sentirse un poco raro, como si se encontrase apresado en una tela de araña y se lo estuviesen devorando lentamente. El Exorcista vuelve a interrumpirlo y, disculpándose, opina que en esa casa reina una enorme confusión, un gran extravío y que esas mujeres, sin duda, necesitan un guía espiritual. Por lo tanto se ofrece para efectuar una visita desinteresada a las turcas, esa misma noche si Romero lo desea. Ahí nomás le pide la dirección. Romero se hace el tonto y no contesta. El Exorcista declama: "Si entras en casa de mujer sola y esa mujer se enseñorea sobre tu cuerpo y espíritu, no deseches la ayuda del hombre sabio. Agustín, Confesiones." Vuelve a pedir la dirección de las turcas y Romero sigue haciéndose el distraído.
El hombre, de reojo, ve que en la mano del Exorcista acaba de aparecer una cosa blanca y redonda que pretende avanzar hacia el pulpo. Entonces toma rápidamente la cazuela y se muda a una mesa. Automáticamente, el Exorcista y Romero se sientan con él. El hombre se corre hasta quedar arrinconado contra la pared. Protege la cazuela con la mano izquierda, mientras come con la derecha.
El Exorcista insiste: "Cuando tropieces con cuatro mujeres y adviertas que sus almas están muy confundidas, acude inmediatamente a un hombre del Señor, porque él, sólo él y únicamente él podrá aportar ayuda a las extraviadas hijas del Levante. Pablo, Epístola a los Corintios."
Romero sigue sin largar prenda. El hombre, siempre en la posición de defender su pulpo, oye la última frase de Pierre Fontenelle y se dice que esa carta, seguramente, los Corintios no la recibieron nunca.

de Reventando Corbatas. © 1988 Torres Agüero Editor.

Golpe de calor

a Raúl Santana


Después de la noche en que defendiera tan angustiosamente su cazuela de pulpo ante las oscuras intenciones de Pierre Fontenelle, apodado el Exorcista, el hombre no había vuelto a toparse ni con Pierre ni con el carpintero Romero. Hasta hoy, cuando ve al carpintero parado en la esquina, jugueteando con unas tuercas que va pasando de una mano a la otra. Romero ostenta una mirada maligna y las tuercas son de grueso calibre. Charlan un rato y el hombre se entera que Romero sigue enquistado en el hogar de la turcas y que cada noche, en aquella piecita de la terraza, va recibiendo ordenadamente los favores de las cuatro fogosas hijas del Levante.
Mientras escucha, el hombre deduce que la casa en cuestión debe quedar cerca, ya que ésta es la segunda vez que encuentra a Romero dando vueltas por el barrio y es sabido que nadie arriesgaría alejarse demasiado del lugar donde viven y lo aguardan cuatro fogosas hijas del Levante. De todos modos, como se vio, la dirección es algo difícil de conseguir y es probable que el paradero de la turca mayor y las tres turquitas siga permaneciendo un misterio para todos y para siempre.
O para casi todos. Porque resulta que hace exactamente dos días, alrededor de las once de la mañana, desde la terraza, Romero descubrió a un tipo parado en la vereda de enfrente, quieto bajo el sol, con un libro abierto y en actitud de orar más que de leer. De tanto en tanto el fulano levantaba la vista y miraba la casa. A Romero no le costó trabajo identificar a Pierre Fontenelle, fundamentalmente porque llevaba puesto el inconfundible sobretodo negro. Cómo llegó hasta ahí, a qué tortuosos recursos apeló para averiguar la dirección, es algo que jamás se sabrá. Después de media hora, un poco más, el Exorcista se fue. Regresó al día siguiente–ayer–, oró, mantuvo una guardia prolongada y partió.
Anoche, pensando y pensando, Romero recordó que cuando chico era insuperable en el arte de voltear pájaros a hondazos. Por lo tanto se fabricó una buena horqueta, consiguió dos tiras de goma, un pedazo de cuero y armó una sólida honda. Pasó por una obra en construcción , revolvió en una pila de canto rodado y se proveyó de un puñado de proyectiles bien contundentes.
Como era de prever, esta mañana, poco antes del mediodía, volvió a aparecer el Exorcista. Se detuvo en la vereda de enfrente, abrió el libro e inició su ceremonia. En la terraza, oculto detrás de unas macetas, Romero tomó puntería y disparó. Fue un impacto entre ceja y ceja. El Exorcista cayó hacia atrás y quedó desparramado en el suelo. Acudieron unas mujeres que regresaban del mercado, lo apantallaron con un diario y trataron de reanimarlo. Una de ellas golpeó en la casa de las turcas y pidió un vaso de agua Mientras tanto, las otras lo levantaron y lo ayudaron a cruzar la calle para sacarlo del sol. Apareció el vaso de agua, apareció una silla, el Exorcista entró al patio de la casa de las turcas y terminó sentado a la sombra de una parra. Una de las mujeres comentó que seguramente se trataba de un golpe de calor y que ese señor estaba excesivamente abrigado teniendo en cuenta los treinta y dos grados de temperatura.
El Exorcista tenía una expresión beatífica, pero seguramente no se debía al hecho de que se sintiera bien, sino a que el hondazo lo había dejado medio tonto Cuando consiguió hablar declaró, en tono profético haber sido tocado por un rayo, algo sobrenatural venido desde arriba, un impacto terrible, pero al mismo tiempo benéfico, porque había sido justamente esa luz lo que le había permitido franquear la puerta de la casa.
Después tomó café y una copita de licor. Repuesto, con una sonrisa de comprensión iluminándole la cara, relató una dudosa variante de la historia del Buen Samaritano . Ya era la hora de almorzar, las turcas lo invitaron amablemente a quedarse y el Exorcista aceptó. Bendijo la comida y seguidamente deslumbró a las dueñas de casa con abundantes citas en latín, inmediatamente traducidas, para gran regocijo de las cuatro turcas, que no paraban de llenarle el plato y la copa y se sentían evidentemente felices y honradas con la presencia de un huésped tan distinguido.
El que no se sentía feliz era Romero, que desde el otro extremo de la mesa elaboraba planes sumamente sórdidos. Llegaron al final del almuerzo y hubo más café y más licor y hacia el atardecer el Exorcista anunció que se retiraba, pero que volvería al día siguiente y aseguró una vez más que lo sucedido en la calle no había sido un accidente sino una señal auspiciosa, y mientras besaba a las damas en ambas mejillas les prometió que jamás las privaría de su apoyo espiritual.
Ni bien el Exorcista desapareció, Romero se dedicó a perfeccionar su honda y consiguió unas tuercas con las que se podría voltear un caballo. Son las mismas que va pasando de una mano a la otra, mientras explica que ya eligió un lugar estratégico donde interceptará la marcha del intruso hacia la casa de las turcas.
Ahí está, sopesando los proyectiles, en la esquina de Paraguay y Reconquista, el carpintero Romero, insuperable en el manejo de la honda, firmemente decidido a convertir a Pierre Fontenelle, el Exorcista, en una moderna versión del gigante Goliat.

de Reventando Corbatas. © 1988 Torres Agüero Editor.

El mejor alimento

Ayer a las cuatro de la tarde, cuando acababa de cruzar la calle Paraguay, mientras subía a la vereda, el octogenario don Honorio, viejo vecino del barrio, se desplomó y murió. Alguien se ocupó de llamar por teléfono, apareció una ambulancia, cargaron al minúsculo cuerpo del anciano sobre una camilla, lo cubrieron con una sábana, lo metieron en el vehículo y adiós don Honorio.
Esta mañana, frente al puesto de verduras del mercado de la calle San Martín, un grupo de clientas comenta lo ocurrido. El hombre está presente, escucha, comparte. Las mujeres lamentan la triste suerte de don Honorio. Una, con énfasis, señala la ineficacia del servicio de ambulancias, ya que la de ayer tardó media hora en aparecer y cuando llegó, claro, don Honorio estaba muerto, pero hasta unos minutos antes seguía vivo, ella puede asegurarlo porque estaba ahí. Todas opinan, se quejan. Mientras tanto, del otro lado del mostrador, don Yaco, el verdulero, las apura: "La siguiente, vamos que no tenemos todo el día." Una de las señoras señala que don Honorio era muy creyente porque siempre se lo encontraba en la primera misa, comulgando en la Basílica del Santísimo Sacramento, que está ubicada detrás del edificio Kavanagh. Otra confirma la religiosidad de don Honorio porque también ella solía verlo comulgando, pero en la iglesia Santa Catalina de Siena, en San Martín y Viamonte. Una tercera agrega un detalle curioso: cierta vez se lo cruzó muy temprano en una iglesia del barrio, pero más tarde, de visita en casa de una parienta, por Constitución , y habiéndola acompañado a misa, volvió a toparse con don Honorio, comulgando por segunda vez en el mismo día.
Un anciano que hasta ahora no habló, pide permiso para intervenir y asegura que nadie, salvo él, conoce la verdadera historia de don Honorio. Las mujeres le ceden la palabra. Don Honorio– relata el anciano– vivía en una piecita, en la terraza de uno de los edificios de la calle Reconquista, cobraba una pensión miserable que no le alcanzaba ni para pagar la luz. Así que, imposibilitado de trabajar y negándose a mendigar, tuvo que inventar algo para sobrevivir y no morirse de hambre. Decidió alimentarse de hostias. En su piecita tenía un mapa de la ciudad y, marcadas con cruces rojas, todas las iglesias. Una flecha señalaba el camino más corto para ir de una a otra. Así que cada mañana don Honorio partía de madrugada, con su paso lento, apoyándose en el bastón, recorría todas las iglesias posibles y comulgaba. De esta forma, al cabo de la jornada, conseguía echar un poco de alimento en su maltratado estómago. "De todos modos–concluye el anciano–, no es improbable que haya muerto de inanición."
La historia causa impresión en las mujeres y agrega un matiz nuevo a la charla. Una, escandalizada, sostiene que don Honorio estaba cometiendo pecado. Otra, comprensiva, considera que dadas las circunstancias, sería imposible culparlo. Una tercera, gorda, autoritaria, dice: "Creo que es uno de los casos en que el cuerpo del Señor ha sido bien utilizado." Una cuarta apoya el criterio de la gorda: "Bien mirado, el cuerpo de nuestro Señor es el mejor alimento."¿Cuántas hostias podría consumir por día?", pregunta otra. Se oye la voz de don Yaco: «No muchas, a esa edad se come como un pajarito." Una anciana que está con su nieta razona: "¿Cómo podría morir de inanición alguien que se alimenta de eso?" La nena, que ha estado escuchando todo con atención, interviene: "¿No se habrá intoxicado?" La abuela le pega un tirón de pelos y la hace callar. La nena se queja, se frota la cabeza, murmura: "Y bueno, si comía tantas a lo mejor se intoxicó."
La primera mujer: "Seguro que para hacer las cosas más rápido las masticaba y eso sí es pecado." Nuevo aporte del anciano que contó la historia de don Honorio: "Oí decir que una vez intentó profanar el sagrario para llevarse las hostias; para mí que ya no podía comer otra cosa." Don Yaco: "Se había convertido en adicto, toda adicción es mala." Otra mujer: "Profanar el sagrario es una herejía, no me digan que no." Nuevas interpretaciones. Ahora más acaloradas. La cosa promete durar y ponerse interesante. De tanto en tanto, el aporte de don Yaco que sigue arrojando frutas y verduras sobre la balanza: "¿Por qué no consultan con el Vaticano?" Y así va transcurriendo la mañana.

de Reventando Corbatas. © 1988 Torres Agüero Editor.

Hay unos tipos abajo (fragmento)

Pensó en ir a golpearle la puerta a su vecina Carmen, cuyo departamento daba a la calle. Seguramente lo invitaría a tomar café y entonces podría espiar hacia afuera por una de las ventanas. Estuvo a punto de hacerlo. pero la perspectiva de la larguísima charla que lo esperaba lo desanimó. Al café le seguiría la copita de licor y después una de las tantas historias de la época de militancia de Carmen en el peronismo, su amistad con Eva Perón, la relación con el senador que le había regalado ese departamento, la gente de la farándula que la visitaba siempre, actores, directores de cine, cantores de tango, las fiestas que en esos años se hacían en su casa. Y para rematar la cosa intentaría tirarle las cartas del Tarot. No era fácil desprenderse de Carmen cuando lograba atraparlo.
Dejó el libro de Pavese, tomó otro, lo abandonó también, cambió el casete, encendió el televisor. Igual que por la tarde, cuando se enteró del auto estacionado, sintió necesidad de salir y verles las caras a los tipos. Un par de veces estuvo a punto de ponerse la campera y se contuvo.
"Tranquilo", murmuraba mientras iba y venía con el vaso en la mano, "tranquilo". Y, como si cada tanto tuviera que convencerse, se iba repitiendo que la aparición de esos fulanos no tenía nada que ver con él.
Ninguna razón para suponer algo así. "¿Salir para qué? ¿de qué te sirve verlos?”. Lo mismo le había dicho Ana. Lo más sensato era mantenerse quieto en su cueva, echar doble vuelta de llave, regular el volumen de la televisión, abrir otro vino. Eso era lo que debía hacer. Eso era lo que intentaba hacer. Sus razonamientos trabajaban en esa dirección. Pero había una exigencia, instalada en alguna parte, que desequilibraba la balanza.
Podía reconocerla porque no se trataba de una presencia nueva: era la necesidad de moverse, de ir al encuentro, de precipitar las cosas. La oscura mezcla del temor a algo y la impaciencia por enfrentarse a ese algo. Una compulsión que se le echaba encima en ciertos momentos críticos y que ahora acababa de apoderarse una vez más de su cuerpo. Su cuerpo que no dejaba de desplazarse por el departamento, que se le escapaba, que lo empujaba hacia afuera, hacia la calle.
Fue a la cocina, tomó una bolsa de plástico y metió una botella vacía. No necesitaba vino, había comprado bastante al mediodía, la botella era nada más que una excusa para justificar la salida. Inmediatamente se encontró reflexionando también sobre eso. ¿Una excusa? ¿Para qué necesitaba una excusa? Ahora se estaba moviendo a ritmo acelerado y siguió así hasta llegar a la puerta de calle. Ahí se frenó, salió a la vereda y con andar pausado, controlándose, se dirigió hacía la esquina.
Los dos tipos seguían en el mismo sitio. Pablo cruzó en diagonal hacia ellos y mientras se acercaba les dirigió una mirada rápida. Uno era alto y fornido, usaba bigote. El otro tenía el pelo entrecano y las mejillas chupadas. Estaban bien vestidos. Eso fue todo lo que pudo ver.
Ambos mantenían la vista baja y Pablo tuvo la impresión de que sabían que él los estaba observando. No pudo establecer si se trataba de los mismos hombres del auto. Pasó a un par de metros, siguió hasta la mitad de la cuadra y se metió en la despensa. Había tres clientes, mujeres, y tuvo que esperar. Como en todas partes, también ahí se hablaba del partido del día siguiente y el almacenero andaba más lento que de costumbre. Intentó involucrarlo en la charla y Pablo sonrió y sólo dijo: -Vamos a ver cómo viene la mano.
Una de las clientas sacó una banderita de la bolsa de las compras y la sacudió:
-Argentina campeón.
Las otras rieron.
Pablo se impacientó y fue dos veces hasta la puerta pero no se animó a asomarse. Llegó su turno y pidió una botella de blanco. Al lado del almacén había un quiosco y compró cigarrillos.
Regresó caminando rápido y mirándose los zapatos. Al llegar a la esquina estuvo detenido en el borde de la vereda, dándoles la espalda a los dos hombres, mientras esperaba que pasaran algunos autos. Los tenía muy cerca detrás de él y prestó atención, pero no los oyó hablar. Aparecieron más autos y lo obligaron a permanecer ahí. Comenzó a sentirse expuesto e indefenso. Por fin pudo cruzar y recorrió los cincuenta metros hasta la entrada de su casa, todo el tiempo con la molesta sensación de ser observado.
Cuando llegó arriba levantó el tubo del teléfono y descubrió que estaba otra vez sin tono. Miró la hora, se dijo que Ana llamaría dentro de poco, tal vez ya estuviese llamando, y se preocuparía al no recibir respuesta. Decidió acudir a Carmen, salió al pasillo, tocó timbre pero nadie contestó. En la puerta de la vecina había una calcomanía con los colores argentinos. Regresó y dio vueltas por el departamento sin saber qué hacer. De tanto en tanto iba hasta el teléfono. Por fin volvió a ponerse la campera y bajó para llamar desde un público.
Pudo ver que los tipos seguían allá, pero ahora se fue en sentido contrario y dobló en Leandro Alem. Dio un pequeño rodeo, alejándose de la vereda, para evitar los perros de] pordiosero, cruzó Córdoba y encontró un teléfono en una pizzería de 25 de Mayo. El número de Ana daba ocupado. Esperó y volvió a discar varias veces, mientras tomaba un café en la barra y miraba a dos muchachos jugando al pool. Recordó que Ana le había dicho que por la mañana su teléfono tampoco funcionaba y seguramente seguía así. Salió, subió por Tucumán hasta Carlos Pellegrini, dobló y llegó a Avenida de Mayo. Se fue deteniendo en todos los teléfonos que encontró. Siempre ocupado. Siguió intentando, aunque sin esperanza de comunicarse. Se alejaba cada vez más de su departamento y pensó que terminaría tomando un colectivo hasta la casa de Ana.

de Hay unos tipos abajo. Editorial Planeta (1998), © Antonio Dal Masetto.

La tierra incomparable (fragmento)

Allá tras el humo de niebla,
dentro de los árboles vigila la
  potencia de las hojas, verdadero es
el río que presiona sobre las orillas.
La vida no es sueño
.

Salvatore Quasimodo

UNO


Ese lunes —dos días después de cumplir los ochenta años— Agata se despertó y ahí estaba la idea. Se le apareció mientras emergía del sueño y ahora llenaba todo el espacio de su pensamiento.
Todavía con los ojos cerrados, sin moverse, Agata la reconoció y la analizó. No era una idea nueva. Las escasas palabras con que hubiese podido resumirla y expresarla eran las mismas que la habían acompañado durante cuarenta años: desde el momento en que, después de cruzar el océano con sus dos hijos, había desembarcado en el puerto de Buenos Aires, donde la esperaba Mario, su marido, y había comenzado su destino de inmigrante. La idea siguió con ella en ese pueblo de llanura donde se habían radicado y todavía vivía, donde habían trabajado duro y visto crecer a los hijos, y partir a uno de ellos hacia la ciudad, y después los casamientos de ambos, la llegada de los nietos, las navidades que los reunían a todos una vez al año, la muerte de Mario. Y el tiempo había seguido pasando.
La idea estuvo siempre ahí. No era la consecuencia de los sueños de algunas noches, sino el fruto de un letargo y una espera de mucho tiempo, una obsesión elaborada en capas y capas de deseos postergados. Y ahora, esta mañana, la dimensión, el peso de la idea, habían cambiado. Agata sentía que esa vieja conocida se proyectaba más allá de su cabeza y de su cuerpo, la rodeaba y de alguna manera la enfrentaba y le exigía. Era como si la determinación que albergaba la idea viniese desde un espacio ajeno a su voluntad. Como si hubiese madurado por su cuenta y ahora llegara para reclamar cumplimiento, con una urgencia nueva, contundente e imperiosa.
Agata abrió los ojos. Miró el cielo raso y después las paredes rayadas por la luz que se filtraba a través de la persiana de madera. Afuera trinaban los pájaros de siempre. No había demasiadas cosas en aquel dormitorio, ni siquiera eran todas suyas. Muchas pertenecían a sus nietos, Silvia y Sandro. La habitación era una mezcla de testimonios de diferentes etapas y edades. Algunas fotos de cumpleaños, un diploma, un paisaje al óleo pintado por Silvia, banderines, una lámpara con estampas infantiles, un afiche con un esquiador volando sobre la nieve y esgrimiendo una guitarra. Agata consideró esos objetos uno por uno y sintió que la idea reencontrada al despertar proyectaba sobre todo aquello una claridad diferente. No hubiese podido decir en qué variaban ahora esas imágenes. Pero algo había ocurrido. Agata se quedó un rato largo en la cama. Vio cómo la idea crecía todavía más y se fue entregando a la prepotencia —al mismo tiempo dulce y grave— con que se le iba imponiendo.
Después se sentó, se calzó las chinelas, se quitó el camisón y se vistió. Salió de la habitación caminando encorvada, recorrió el pasillo todavía doblada, pero cuando llegó al baño ya había logrado enderezarse. Se lavó, se peinó y fue a la cocina. Se sirvió café en una taza grande, agregó leche y sacó de la heladera una porción de torta que había sobrado del cumpleaños. A través del ventanal vio a su hija Elsa y a su nieta Silvia conversando en el jardín y pensó que debía hablarles.
La mañana se desarrolló con la rutina de siempre. Agata ordenó su habitación, hizo la cama esmerándose para que no quedaran arrugas ni en las sábanas ni en la colcha. Barrió los pisos. Fue a comprar el pan y se demoró en el camino para charlar con una vecina. Lavó tres camisas y las colgó en el alambre del patio, estirándolas luego de colocar los broches. Miró al cachorro blanco que ladraba junto a ella y dijo:
—¿A quién le ladrás, Boni? ¿Me vas a extrañar?
Cortó dos rosas en el jardín y las colocó en un florero. Dio una vuelta alrededor de la mesa del living y acomodó cada una de las sillas que ya estaban acomodadas. Abrió un cajón y buscó el último recibo del banco con el importe de sus ahorros: desde hacía veinte años recibía una jubilación italiana y depositaba en esa cuenta parte de lo que cobraba. Cerca del mediodía salió a la vereda y se quedó con los brazos en jarra mirando hacia el fondo de la calle. Esperaba ver aparecer al cartero. Estaba preocupada porque ese mes el cheque de su jubilación llevaba una semana de atraso.
Silvia la llamó para sentarse a la mesa. Sandro y Julio, el marido de Elsa, habían avisado que no vendrían a almorzar. Después Elsa lavó los platos y Agata los secó. Cuando terminó de acomodar el último en la alacena, Agata se sentó, aceptó el té que Elsa le ofrecía, le echó azúcar, lo revolvió y antes de tomar el primer sorbo dijo:
—Me voy a Italia.
Lo dijo para las otras dos mujeres v también para sí misma. Para exteriorizar la idea que la había esperado al emerger del sueño y para que, al manifestarla en voz alta, tomara cuerpo y forma. Su hija y su nieta la miraron, luego intercambiaron una mirada entre ellas y esperaron. Pero Agata no agregó más. Fue Silvia la que por fin preguntó:
—¿Cómo?
—Lo que dije. Me voy a Italia.
—¿Así? ¿De repente? —dijo Elsa.
—Sí.
—¿Cuándo lo decidiste?
—Ahora.
En ese momento tocaron timbre. Era una amiga de Silvia. Casi al mismo tiempo sonó el teléfono. Elsa fue a atender. A través de la ventana, Agata vio partir a su nieta con la amiga en una moto. La charla de Elsa en el teléfono se prolongó y Agata la oyó formular algunas preguntas con tono de incredulidad y después levantar la voz. Cuando Elsa regresó a la cocina no aludió al tema del viaje y Agata pensó que aquel llamado la había dejado preocupada o no había tomado en serio lo que acababa de anunciarle.
Fue al dormitorio, abrió un cajón, sacó un sobre con viejas fotos de cuando ella era joven, con Mario y con sus Hijos chicos, y se puso a mirarlas. Guardó el sobre, se quitó los zapatos, colocó dos almohadas y se recostó boca arriba para hacer una corta siesta. Cuando se levantó dio una vuelta por la casa y constató, como lo hacía cada día, que en el primer estante de la vitrina, en el cenicero de bronce estuvieran todas las llaves que debían estar. Cada vez qué pasaba junto a la mesa del living arreglaba el mantel y volvía a acomodar una silla. Salió al patio, descolgó las camisas tendidas y se puso a planchar. Trabajaba de memoria, pensando en lo suyo, con movimientos pausados, económicos y precisos, guiados por el surco invisible de años y años de planchado. Terminó y se sentó afuera, en el jardincito del frente de la casa. Pasaron algunas conocidas, la saludaron y ella contestó levantando la mano. Bajó el sol y el cielo se puso rojo al fondo de la calle. Contra ese rojo se destacaban nítidos los perfiles oscuros de las casas. Agata pensó: "Rosso di sera, bel tempo si spera". Después se encendieron los faroles. Entonces Agata entró, porque había empezado a refrescar. Y todo el tiempo la idea iba con ella.
En la cocina estaban Elsa, Julio y los dos nietos. Cuando vio entrar a Agata, Julio le preguntó si se acordaba de cierto cordero que había traído a la casa recién nacido. Cómo no se iba a acordar, dijo Agata, no hacía tanto tiempo. Lo habían tenido ahí durante algunas semanas, ella se encargaba de alimentarlo con mamadera y el animal la seguía a todas partes como si fuese la madre. Ahora el cordero estaba en una chacra por donde Julio había pasado esa tarde, se había criado junto con los perros y actuaba como ellos. Cuando salían a recibir a alguien que llegaba, también el cordero corría y movía la cola igual que los perros. Todos rieron con aquella imagen. Hubo una pausa y Silvia, eligiendo el momento y calculando el efecto, dijo:
—La abuela se va a Italia.
Ahora le tocó a Julio y a Sandro el turno de sorprenderse.
—¿En serio? —preguntó Julio.
—Sí —dijo Agata.
—¿Cuándo? —preguntó Sandro.
—Pronto —contestó Agata.
—Dice que lo decidió esta mañana —dijo Elsa.
Julio, incrédulo, rió.
—¿Ya averiguó cuánto sale el viaje?
—No, pero con mis ahorros me va a alcanzar.
Julio siguió bromeando y riendo, pero al ver la seriedad de Agata, se serenó y volvió a preguntar:
—¿Cómo piensa ir?
—Como todo el mundo, en avión —dijo Agata.
—Está bien, en avión, pero ¿quién la va a acompañar?
—Voy sola.
—¿Cómo va a ir sola a su edad?
—¿Por qué no?
Acá intervinieron todos y cada uno opinó. Ya nadie bromeaba. Las objeciones mayores venían de parte de la hija y del yerno: el viaje era largo y complicado, no se trataba solamente del avión sino de lo que vendría después, de cómo se movería en Roma, de cómo llegaría hasta el pueblo de Trani; había que tomar trenes, ómnibus, dónde se iba a alojar, quién se haría cargo de ella. Los nietos, en cambio, aceptaron la decisión de Agata y defendieron el proyecto con entusiasmo.
—Eso se arregla —decían—, hay que planificar.
—¿Planificar qué? —decía Julio—. Tiene ochenta años ¿qué hacemos con planificar?
Se olvidaron de Agata y comenzaron a discutir entre ellos. Aquello duró. Las voces subieron de tono. Agata los escuchó en silencio y, cuando finalmente se acabaron los argumentos a favor y en contra y los cuatro callaron, dijo:
—Yo voy.


DOS


Agata escribió dos cartas a Trani. La primera a su amiga Carla. Con Carla habían compartido todo lo que se puede compartir: los primeros bailes cuando eran adolescentes, el trabajo en las fábricas, los casamientos de ambas, la llegada de los hijos, los miedos de la guerra. Después de la partida a América habían mantenido una correspondencia espaciada, que con el tiempo se redujo a tarjetas navideñas de pocas líneas, deseos de felicidad y menciones de nacimientos y fallecimientos.
La otra carta fue para su sobrina Elvira, hija de su único hermano, Carlo. Habían comenzado a comunicarse después de la muerte de Carlo, ocurrida hacía quince años ya, y también con ella las cartas fueron sustituidas rápidamente por las tarjetas de fin de año.
Ambas contestaron. Carla alegrándose por la posibilidad del reencuentro y detallando las tribulaciones de una dolencia que la mantenía casi inmovilizada. Elvira, diciéndole que la esperaba, que podría quedarse con ellos durante su estadía en Trani, que la casa no era grande pero ya verían como acomodarse.
Mientras tanto Elsa envió una carta a Roma, a Sor Verónica, una monja italiana que había estado varios años en Argentina y una larga temporada ahí, en el pueblo, en el colegio de la orden de Santa Teresa. Elsa era profesora en ese colegio. A Sor Verónica la habían trasladado a la central de Roma, con el cargo de directora. Un par de compañeras de Elsa habían viajado tiempo atrás y habían parado en el convento, porque funcionaba además como pensión para pasajeras. También la monja contestó. Seguía en el cargo y se ofreció para esperar a Agata en el aeropuerto de Fiumicino. Pasaría un par de días o los que quisiera con ellas, en el convento, y cuando decidiera seguir viaje la ubicarían en el tren que la llevara a Trani.
A partir de ahí, en los días de Agata comenzó a moverse un engranaje cuya aceleración fue aumentando a medida que pasaban las semanas. Sus horas se llenaron de actividad, expectativa y de una callada impaciencia que ella se permitía compartir con los demás solamente a medias. Descubrió que prefería estar sola con ese gran acontecimiento. Ahora, todo lo que ocurría, aún los mínimos y repetidos gestos diarios, se cargaban con un sentido nuevo. Cada despertar, cada charla, encuentro, noticia, eran eslabones tendidos hacia la fecha en que tomaría el avión, el primero de su vida, para cruzar el océano y volver a las calles y las montañas de Trani.
Agata viajó a Buenos Aires y estuvo un par de semanas en casa de su hijo Guido. Renovaron el viejo pasaporte y averiguaron precios de pasajes y fechas de vuelos. En este ir y venir por ascensores y oficinas, Agata revivió el trajinar de otros días, hacía años, cuando tramitó su jubilación italiana. Entonces le había tocado someterse a un largo peregrinaje por los pasillos del Consulado, llenar formularios soportar colas y antesalas. Había sido una tarea ingrata y prolongada, pero le había permitido descubrir que, si bien aquél era un territorio que desconocía e inclusive la intimidaba, una vez embarcada en la aventura podía manejarse con firmeza, era capaz de insistir y volver a insistir y no abandonar hasta conseguir los informes que necesitaba. Así fue como un día le llegó el primer cheque. Eran las pequeñas sumas que había ido separando y ahorrando las que ahora le posibilitaban costearse el viaje. Pensaba mucho en los trámites de su jubilación porque le parecía que estos, los de hoy, eran una continuación de aquellos otros, y que ya desde entonces, aunque ella no lo sospechara todavía, había comenzado a tomar forma la posibilidad del regreso.
La diferencia consistía en que ahora no tropezaba con mayores demoras ni dificultades. Aunque su hijo protestaba y no paraba de decir que los empleados del Consulado Italiano eran los más ineficientes del mundo, Agata sentía que en realidad todo se resolvía demasiado fácil. Al finalizar un trámite miraba incrédula a Guido y le preguntaba:
—¿Ya está?
—Listo —decía él.
Esto la sorprendía agradablemente, aunque, al mismo tiempo, esa celeridad la desilusionaba un poco. La asombraba que, frente a una decisión tan significativa, las cosas resultaran así de sencillas.
—¿Listo? —volvía a preguntar Agata al retirarse de otra ventanilla.
—Ya está —decía Guido.
Después de las cartas enviadas y contestadas, después de los trámites, establecida la fecha de partida, sólo quedaba esperar que siguieran pasando los días. Agata compró una valija y comenzó a separar la ropa que llevaría. También compró un despertador para el viaje. Y regalos.
Algunas conocidas, vecinas, amigas de Elsa, le hacían más o menos la misma pregunta:
—¿Cómo se siente al volver después de tantos años?
—No sé —contestaba Agata.
Y evitaba seguir hablando del tema porque realmente no sabía cómo se sentía. Sonreía pudorosa cada vez que Sonia, una tía de Julio, venía a visitarla y se ponía solemne y recitaba frases importantes sobre el regreso a la patria y al pueblo natal. Alguien sugirió que deberían organizarle una fiesta antes de la partida, pero Agata se negó, argumentó que le faltaba preparar todo, que tenía mucho que hacer. Aunque en realidad sus cosas estaban listas desde hacía rato.
—¿Qué se siente? —insistían los demás.
Al quedar sola, Agata se formulaba la misma pregunta y seguía sin encontrar respuesta. Se suponía —por lo menos eso parecían pensar todos—, que una cosa grande y única le debería estar pasando. Y tal vez tuviesen razón. Pero, por ahora, lo único que Agata experimentaba era una sensación de extrañeza que no hubiese podido definir. Se sentía como suspendida en una zona de vacío, ante la inminencia de algo que aún no tenía forma. Por lo tanto prefería aislarse con su espera, no permitir que la distrajeran, disfrutar de esa novedad. En la cocina, en el ritual del café matutino junto al ventanal que daba al jardín, se descubría estudiando el lento movimiento de sus propias manos: levantando la taza, tomando la cucharita, acariciando el mantel Se quedaba así, prestando atención al silencio, entregada y dispuesta como en una ceremonia religiosa, y aguardaba que aquello que aún no podía nombrar se revelara.



TRES


En esos días —faltaba una semana para partir— Agata se puso a pensar en algo que la venía preocupando. Después de darle vueltas y vueltas al asunto llamó a su nieta Silvia y le dijo:
—Necesito que me hagás un favor. Quiero que me ayudés a dibujar un mapa.
—¿Un mapa de qué?
—De Trani.
—¿Para qué?
—Quiero tener un mapa antes de viajar.
Después de almorzar fueron al garaje, donde había una mesa grande y buena luz. Silvia desplegó una hoja de papel para dibujo y la aseguró con cuatro tachuelas.
—¿Por dónde empezamos?—pregunto.
Agata pensó un poco y comenzó a guiarla:
—El pueblo está junto al lago. A cada costado del pueblo hay un río, los dos desembocan en el lago. Silvia trazó algunas líneas: —¿Así?
—Más grande —dijo Agata—; no va a entrar todo lo que quiero poner.
Silvia borró y volvió a dibujar, ocupando toda la hoja.
—Esta raya es la orilla del lago —dijo—, estos son los ríos, este cuadrado es el pueblo. ¿Está bien?
—Tan grande no —dijo Agata—, mi casa está afuera del pueblo, no queda lugar para ponerla.
Silvia borró otra vez. Al tercer intento Agata estuvo satisfecha.
Siguieron con los puentes, el puerto sobre el lago, la plaza principal, la plaza del mercado, las iglesias, el colegio, las fábricas, el municipio, el correo, el cementerio, el cine.
—Acá nace una calle ancha que sube y pasa por mi casa.
—¿Por dónde está la casa?
Agata apoyó un dedo sobre el papel y lo fue deslizando despacio, mientras murmuraba, calculando la distancia:
—Más o menos por ahí.
Silvia dibujó un rectángulo.
—Bien —dijo Agata—. Frente a la casa está el terreno. Al fondo del terreno está el nogal.
A medida que avanzaban, sus recuerdos se afinaban y las indicaciones se volvían más precisas. Había comenzado impulsada por la necesidad de fijar en el papel un minucioso mapa de Trani, quería registrar todo lo que pudiera, un muro, un árbol, un terreno, una roca, una curva en determinada calle, un sendero, una valla. Ahora, mientras dictaba, le parecía que, de haberlo querido, aquel mapa no tendría fin. Podía recuperar detalles mínimos, accidentes del paisaje, arbustos, nudos en los troncos, grietas en las paredes, nidos en las ramas. Y, después, al paisaje, sumarle acontecimientos, experiencias vividas en cada sitio. Ahí pasó esto, allá esto otro, un encuentro, un susto, el vuelo de un pájaro, una tormenta. Cosas que la costumbre o la sorpresa habían grabado en su memoria alguna vez y que ahora, en esta reconstrucción, volvían inesperadas y nítidas como si hubiesen ocurrido ayer.
Silvia marcaba círculos, cuadrados, cruces. Escribía al lado o los numeraba y anotaba el significado en el borde inferior de la hoja.
—Acá hay una fuente, acá una capilla, acá está el pozo donde los chicos iban a bañarse en verano, acá el puente de hierro, acá la casa de mi amiga Carla, acá un tabernáculo con la estatua de una virgen y un ángel, al ángel le falta un brazo, se lo arrancó una bala.
—Muchas de esas cosas seguro que no están más —decía Silvia.
—No importa, anotá todo.
Un par de veces, intrigada, Elsa se asomó a la puerta del garaje. Desde ahí, estirando el cuello, espió a su madre y a su hija y se retiró sin preguntar nada.
Agata y Silvia trabajaron hasta el atardecer. Habían encendido la luz. Agata, sentada en su silla, el mentón en la mano, la mirada vuelta al cielo raso, hizo una larga pausa y Silvia preguntó:
—¿Ya está? ¿Terminamos?
—Por ahora me parece que sí.
Silvia se fue a mirar televisión. Agata se quedó estudiando el mapa. Un rato después se asomó al living y llamó a la nieta:
—Quiero agregar otras cosas.
Volvieron juntas al garaje.
—Acá había una casa de tres pisos que bombardearon durante la guerra y después reconstruyeron, acá está el bar donde los fascistas le pegaron a mi padre, acá fue donde me mordió un perro, acá está la Fontanina donde íbamos a lavar la ropa.
Suspendieron cuando Elsa las llamó para cenar.
Agata no regresó al garaje esa noche. Pero en la cama siguió pensando en el mapa y se dio cuenta de que había pasado por alto muchos detalles importantes. Por la mañana volvió a la carga.
—¿Más? —dijo la nieta—. ¿Para qué? Viajás dentro de diez días. Te acordás de todo. Si estas cosas todavía existen, las vas a encontrar; si desaparecieron, ya te vas a dar cuenta.
—Vos anotá.
Así que volvieron a encerrarse en el garaje. Para hacer más comprensible aquella acumulación de señales y nombres, Silvia había comenzado a utilizar marcadores de diferentes colores. De vez en cuando, impaciente, insistía:
—Explicame para qué todo este trabajo.
A Agata no le resultaba fácil explicar. Ante la inminencia de la partida, había comenzado a obsesionarla la idea de que aquello habría cambiado mucho, tanto que al regresar encontraría muy poco de lo que había dejado. Temía que, cuando se enfrentara con el pueblo, la nueva geografía que seguramente la esperaba empezara a ocupar los espacios de su memoria, suprimiendo las imágenes que había conservado durante tantos años. Había pensado en el mapa como una mínima garantía de preservación. Un par de veces, ante las preguntas de Silvia, estuvo por contarle. Pero siempre la frenaba el pudor de estar revelando una actitud infantil.
Durante dos días más siguieron los agregados. Por fin Agata se consideró satisfecha. Dijo:
—Ahora está bien.
Silvia se fue y Agata quedó sola en el garaje. Cerró la puerta que daba al patio, se sentó y se puso a recorrer el mapa una vez más. Era como si el regreso ya hubiese comenzado. Oscureció y seguía en el garaje. Elsa vino a preguntarle si pensaba quedarse ahí toda la noche. Agata dobló el mapa y fue a guardarlo en su habitación. Al pasar por la cocina oyó la voz socarrona de Julio:
—¿Qué lleva ahí? ¿Se puede ver?
Agata siguió de largo sin contestarle.

de La tierra incomparable, © Editorial Planeta (1994), © Antonio Dal Masetto..

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