Abelardo Castillo

El Candelabro de plata

Nunca he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto primitivo, puro (o bestial), incapaz de adaptarse al florido mundo, donde para tranquilidad de la hermosa gente se cultivan con sensatez todas las formas del buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero, al menos, hoy he comprendido algo; lo he comprendido después de lo que paso esta noche; soy un hombre bueno. No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. No. De ocurrirme semejante cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable, quién podría juzgarme, quién sobre la tierra (quién en el Cielo) se atrevería a juzgarme.
Mejor, vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido: pero tratare de ser coherente.
Todo empezó esta misma tarde, es decir: la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956. Navidad. Sobre la mesa, Todavía quedan restos de la insólita fiesta. El candelabro de plata –más anacrónico que nunca en medio de la suciedad y la pobreza que lo rodea– parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la conciencia. Creo que ya nunca voy a poder desprenderme de él.
Digo que empezó a la tarde. Vagabundeaba yo por los zaguanes más sórdidos del Dock, cuando, al escuchar unos gritos y risas que venían de un cafetín de los muelles, reparé en la fecha. Paradójicamente, me vi en el viejo parque de nuestra casa. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso, recordé el portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora del Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación a su divina madre, como justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan profundo por mi vida que –como quien se lava– decidí celebrar mi propia Nochebuena.
La idea parecerá trivial, pero a mi me apasionó y, antes de las diez, también había fiesta en este innoble agujero donde vivo. Con orgullo pueril, de chico, me senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la mesa, parecía irradiar su antigua nobleza hacia todos los rincones. Al principio me sentí bien: era una sensación extraña, como de paz –un gran sosiego–, pero poco a poco empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto, para qué lo había hecho: para quién; podría jurar que en ese preciso instante supe que estaba solo. Y por primera vez en muchos años necesité, imperiosamente, de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y esa no vendría ya. Nunca vendría.
Entonces recordé al viejo checoslovaco. 
Lo había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del puerto que suelo frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre igual, como si formase parte de la imagen infame de la cantina, fumando su pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás lo hago con nadie –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi paso–; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo invisible y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el hombre que yo necesitaba.
Cuando llegue frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba al viejo –también allí se regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto–: una mujer pintarrejeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna cosa; él no pareció darse cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas. Enormes marineros de ropas mugrientas, abrazaban a mujerzuelas que se les echaban encima y reían. Alguna de ellas, dijo: ''¿Quién te creés vos que soy?" y, adornando con un insulto bestial, le respondieron quien se creían que era. No podía soportar aquello: por lo menos, no esta noche; pensé que si me quedaba un solo segundo más iba a vomitar, o a golpear a alguien o a llorar a gritos, no sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo: 
–Te venís conmigo –le dije. 
Mi voz debe de haber sido insólita, el hombre alzó los ojos, unos ojos celestes, clarísimos, y balbuceó: 
–¿Qué dice usted, señor? ... 
– Que ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente. 
– Pero, ¿cómo, yo... con usted? . . . 
Casi a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención. 

Faltaba algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo no haberme sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar: hablaba con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso, rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante borrachos), la confesión surgió por si misma. El hecho es que habló. Habló de su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia cuyos ojos –así lo dijo– eran transparentes y azules como el cielo del mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules. 
– Ahora será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, el apenas caminaba. 
Dijo que ese era su último recuerdo. Bebió un trago de champán y agregó: 
– Y pensar, señor, que ahora tiene un hijo... Qué cosa. Y yo me los imagino a los dos iguales, qué cosa. Yo pensé entonces en aquel nieto: ojos de cielo al mediodía, cabellos de trigo joven. De qué otro modo podía ser. Solo que el viejo Franta, difícilmente iba a comprobarlo nunca. 
Dije: 
– Pero, ¿Como te enteraste de ellos? 
– El capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes. Yo pensaba, me acuerdo, como era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a mi también me va a quedar algo cuando, como el viejo, tenga la mirada turbia y le diga "señor" al primer sinvergüenza bien vestido que me hable. Pregunte: 
–¿Y no intentaste volver? ¿No trataste...? 
Él me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose. 
–Volver. ¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es.... es muy feo. Volver como un mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho, ¿sabe?, que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree... No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá piensan que yo también me morí hace mucho... –hizo una pausa, ahora hablaba como quien escupe–. Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir, ¿sabe?, y entonces ella se murió. Esperando. ¿No ve que todo es una porquería, señor? 
La palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque este contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles, forman esa otra gran porquería de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables tipos que ya han dejado de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación. Dijiste: 
– Qué vergüenza, señor. 
Eso dijo: qué vergüenza. Y después agregó no poder matarse.

Para el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los tugurios, y acaso el candelabro, le habían hecho suponer semejante desatino), yo era un loco con plata, digo, que buscaba literatura en los bajos fondos de Buenos Aires. 
Y entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se transformaría en un colosal engaño. Pero antes quiero decir algo: miento prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable que –como el creado por Dios– suele acabar aniquilándose a si mismo. El suicidio o la locura son dos formas del Apocalipsis individual: la venganza de la soledad.
Pero este es otro asunto. Lo que quería explicar es que amo la mentira, la adoro, me alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda mi alma en el engaño. 
El me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos sin interrupción, y a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más convincente, más brillante. Lo engañe, pobre viejo, lo engañe y lo emborraché como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto. 
Conté una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de la aguja. Mi fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo llevaba –él lo había adivinado– no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa, fascinante, yo haría feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.
De pronto dijo: 
–Pero, ¿por qué señor, por qué...? 
No acabó de hablar: no se atrevió. Entendí que en ese instante me aborrecía con toda su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte, apenas una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo sabía que ahora solo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a buscar las dos últimas botellas que nos quedaban. 
Le estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se había cerrado sobre el mango de un cuchillo que había sobre la mesa, pobre viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la calle despatarrado por la escalera. Empezaba, el también, a ser una persona. 
De golpe, volví a la mesa: sus dedos se apartaron. 
Dije: 
–¿Sabés por qué? ¿Querés saber por qué?... 
Bebimos. Hubo un silencio durante el cual miré rectamente sus ojos; después, bajando la cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con brutalidad: 
–¿Sabés lo que es el cáncer, vos? 
El viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara al nivel de la suya, dije: 
– Por eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la cabeza contra una pared. 
El viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de pronto comprendió lo que yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes.
Concluí secamente: 
– Por eso. 
– Quiere decir... 
– Quiero decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendés? Y entonces, ni toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo, van a poder resucitarme –me erguí, hablaba con voz serena y contenida–. Por eso vivo lo poco que me queda como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes, los que pueden proyectar cosas, lo que tienen derecho a la esperanza, o a la mentira. Yo soy menos que un cadáver. 
Mis últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía advertirlo. 
– Calle usted, señor... –murmuró aterrado. 
Entonces, súbitamente, di el toque final a la idea que me torturaba: 
– Un cadáver –dije con voz ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse. 
De pronto, la noche del puerto se hizo fiesta. En todos los muelles las sirenas empezaron a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó de petardos. Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían en las sombras, desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio. Fue como si una enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas y solemnes. 
– Por Dios, Franta –dije, y creo que gritaba–; por ese Dios en el que vos no creés y que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna servirá para que vuelvas a tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vas a volver viejo, y vas a volver como un hombre. 
La Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes nocturnos y entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba, es cierto, el muchachito que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con su maravillosa patraña. En la tierra bajo la estrella, los hombres de buena voluntad se emborrachaban como cerdos y daban alaridos. 
Franta me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo que ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de gratitud incontenible me besó las manos y balbuceo llorando: 
– No te olvidaré mientras viva. 
Me había tuteado. Había dejado de ser la bestia sometida y mustia. Era un hombre: yo había cumplido mi obra. 
Su cabeza cayó pesadamente sobre la mesa . Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición, se quedó dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba unos caballos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía. 
Con todo cuidado retiré mis manos de entre las suyas, y me levanté, tambaleante. Tu cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado. 
Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.

de Cuentos Completos. Alfaguara,1998.

La que espera

La vida, mi querido Castillo, la vida es algo más que cadenas de ácido desoxirribonucleico, enzimas y combinaciones de moléculas. La vida es un misterio, decía en voz baja el doctor Cardona, con esa rara entonación de secreto que le daba a cualquier tontería un matiz de revelación de ultratumba, de modo que ahora empieza una especie de cuento fantástico, pensé al oírlo. Lo que llamamos enfermedad, decía, lo que llamamos locura, son estrategias del cuerpo y de la mente para sobrevivir, para que se cumpla el único designio de la vida, que es continuar viviendo. Oímos que un hombre tose o estornuda y pensamos que está enfermo, cuando lo que en realidad sucede es que su cuerpo está defendiéndose de la enfermedad y, por consiguiente, de la muerte. Con la locura pasa exactamente lo mismo. Vea, si no, este caso. Usted los conoció a los dos, me refiero a los protagonistas. Vivían precisamente allí, en ese viejo caserón de la esquina, el del mirador. Los hermanos Lanari, exacto. Cuando usted se fue de este pueblo ellos ya eran bastante mayores, andarían por los cuarenta años. Ella, Asumpta, era una mujer alta y delgada, usaba el pelo recogido, como las bailarinas. En su juventud había sido muy hermosa, y aunque usted debió de ser un chico en ese tiempo, no puede haberla olvidado. ¿No la tiene muy presente? Entonces no la vio nunca. Vivían los dos solos en esa casa. Quedaron huérfanos en la adolescencia, o un poco después, y ninguno de los dos se casó. Y no por falta de oportunidades, por lo menos no en el caso de ella. Lo sé porque yo fui, durante años, una de esas oportunidades. Es curioso, Castillo. La cercanía física entre hermanos de distinto sexo, cuando se prolonga demasiado en el tiempo, suele producir relaciones equívocas. ¿Qué quiere decir equívocas? Quiere decir relaciones que terminan pareciéndose al matrimonio. Más que al matrimonio al amor. Usted habrá visto que los matrimonios largos y bien avenidos transforman la pasión del amor en una especie de hermandad incestuosa. Con los hermanos pasa al revés. Con esto no quiero sugerir que entre los Lanari hubiera nada anormal, no al menos en ese sentido, aunque Dios sabe que la gente de nuestro pueblo ha hecho ciertos comentarios desagradables al respecto. ¿Por qué? No sé por qué. Supongo que porque ella, Asumpta, era una mujer demasiado hermosa: demasiado mujer, para decirlo de alguna manera. Será un prejuicio, pero uno no se resigna a aceptar que cierto tipo de mujeres pueda prescindir de un hombre, me refiero a un hombre real, no a un hermano. Y no estoy nada seguro de que sea un prejuicio. Hay algo un poco monstruoso en una mujer sola, si es hermosa: algo que no es del todo moral. No ponga esa cara, hombre, siempre imaginé que los literatos eran capaces de comprender cualquier idea. No digo compartir o aceptar, digo comprender. El caso es que ella no se casó nunca y que vivió para él. ¿Cómo era él? Nada del otro mundo. Un sujeto bastante intrascendente. Más bien bajo, sí. Exactamente, con una ceja un poco levantada, a causa de un accidente. Usted sí que es un tipo inesperado, mi amigo: resulta que se acuerda del hermano y no de ella. No tenían demasiados amigos, ni siquiera se puede decir que tuvieran amistades en el sentido social de la palabra. Creo que yo fui una de las personas que más los trató, y eso por mi condición de médico. El era un poco hipocondríaco, pero tenía eso que se llama una salud de hierro. Ella era demasiado delicada, demasiado frágil. Siempre me hizo pensar en un objeto de cristal muy fino. Cuando él tuvo el accidente yo supe de inmediato que algo se había quebrado en la estructura íntima de ese cristal. No, no me refiero al accidente de la ceja, me refiero al del avión. La avioneta, porque fue en una avioneta. El debió viajar a Corrientes, no recuerdo por qué asunto. Me parece que se trataba de una sucesión, algo referido a unos campos que habían sido del padre, no sé bien. El hecho es que hubo una tormenta, la avioneta se perdió en los esteros del Iberá, y lo dieron por muerto.
La historia, en realidad, empieza acá. Venga, sentémonos en ese banco. Me gusta contemplar el río de noche, lo que nos va quedando del río. ¿Se acuerda de lo que era este río cuando usted era chico? Véalo ahora, puro barro y camalotes. Toda esa franja que se ve allá son islotes nuevos, pronto van a ser islas. Cualquier día de éstos vamos a cruzar a la otra costa caminando. Qué le pasó a quién. ¿Al río? ¿Tampoco sabe qué le pasó a nuestro río? Después se lo cuento, ahora siéntese. La avioneta, lo que quedaba de la avioneta, fue localizada unos meses más tarde. El cuerpo no. Pero a nadie le quedó ninguna duda de que él había muerto. Bueno, cuando pasan tres años y un cuerpo no aparece, y de lo que fue un avión sólo se recupera un ala y un pedazo de motor en la copa de un árbol, en los pantanos, uno puede suponer que el piloto ha muerto. Sí, el piloto era él, un buen piloto, si me atengo a lo que oí. Lo raro es que aprendió a volar porque les tenía terror a los aviones; sólo se sentía seguro si manejaba él mismo. No sólo era hipocondríaco, era un poco maniático, más o menos como toda la familia, si quiere que le sea franco. Eso es lo que tal vez explica la ausencia de tres años. Salvo que hubiera perdido la memoria a causa del accidente, cosa en la que no creo. Esas largas amnesias de las películas norteamericanas no ocurren nunca en la vida real, y además yo conversé con él una o dos veces cuando volvió y nunca mencionó nada parecido a una pérdida de memoria. Claro que no había muerto, ¿si no, cómo iba a volver? Se lo dio por muerto, todos creyeron que había muerto. Menos ella, exacto. El va a volver, decía. No sólo decía eso, sino que, durante tres años, hizo exactamente las mismas cosas que había hecho mientras vivieron juntos. ¿Qué cosas? Preparar la mesa para los dos, arreglar el cuarto de su hermano, tener lista su ropa, mantener encendida la estufa a leña de su escritorio, en el invierno. Todo, sí, todo exactamente igual durante tres años. Pero por supuesto que no, ninguna razón: ella no tenía ninguna razón lógica para creer que el hermano podía estar vivo. El no se comunicó nunca con ella, ni por carta ni por teléfono ni de ninguna otra forma. Todo esto lo sé porque en esos tres años nunca dejé de visitar la casa, como sé lo que acabo de decirle sobre la ceremonia diaria de arreglar ella su cuarto o poner dos cubiertos en la mesa. Yo era tal vez uno de los pocos que lo sabía, por lo menos al principio, porque con el correr del tiempo todo llega a saberse en un pueblo como el nuestro. Siempre he pensado que los pueblos son de vidrio, las paredes de las casas, quiero decir. Todo se ve a través de ellas. Todo el mundo sabe todo de todos, y lo que no se sabe se imagina o se inventa. De ahí la historia de que ella estaba loca, cuando lo que en realidad sucedía es que venía defendiéndose de la locura desde el mismo día del accidente. Yo hablé con ella, muchas veces. Era una mujer perfectamente normal, y, si no lo era, es sencillamente porque ninguno de nosotros es perfectamente normal, ni usted ni yo ni esa parejita que se está besando en la baranda de la barranca. La normalidad es como el frío, no existe. El frío es un poco más o un poco menos de calor, y la normalidad es un poco más o un poco menos de locura. Ella actuaba de la misma manera en que había actuado desde los veinte años: dependiendo de su hermano, sirviéndolo, viviendo para él. Sí, ya sé. Usted está pensando que cada vez que me refiero a ese hombre lo hago con cierta amargura, usted está pensando que ni siquiera lo nombro, usted está pensando que yo estaba enamorado de ella.
Mi querido señor, no suponga que ha hecho un descubrimiento psicológico mayúsculo. Claro que yo estaba enamorado de ella, y claro que él no me caía demasiado bien, pero ésta no es la historia de mis emociones, como diría un colega suyo. Es la historia de un asesinato.
Veo que por fin reacciona. Percibo que ha dado un pequeño brinco en la oscuridad. Gustavo, se llamaba él. En cuanto a la palabra que lo sobresaltó tal vez sea exacta en el sentido jurídico, pero, en un sentido médico, no describe en absoluto los hechos.
Fue un acto de legítima defensa, por decirlo así. Venga, caminemos hasta la explanada del Hotel de Turismo, ya sé que es un adefesio pero desde ahí arriba el río parece un poco más real, más antiguo. De modo que quiere saber quién fue el muerto, quién mató a quién. Sería interesante que ahora yo le dijera que asesiné al hermano de Asumpta, por celos, cuando él volvió de su viaje misterioso de tres años. Usted pertenece a ese género de personas, usted, permítame que se lo diga, es un poeta romántico que se equivocó de siglo. Lo siento, pero no fue así. Le doy tiempo para que adivine hasta que lleguemos arriba.
No adivinó. O mejor, sí adivinó, pero no tiene ni la más remota idea de las razones que ella tuvo para hacerlo. Sentémonos otra vez. Qué me dice de esa luna. Qué me dice de oír las campanadas de la iglesia y mirar el río, en verano, a la luz de la luna. ¿Sabe que una vez, una sola vez en mi vida, yo pude hacer esto con ella? No me pregunte cómo, pero la convencí de que me acompañara a caminar por la barranca y la traje acá. Creo que esa noche, si me hubiera atrevido... Le voy a dar un consejo, Castillo. Tengo unos cuantos años y sé de lo que hablo. Si le gusta una mujer y no está absolutamente seguro de lo que ella siente por usted, nunca pierda el tiempo en decírselo ni mucho menos en pensar cómo decírselo. Aproveche la primera oportunidad favorable que se le presente y tómela de la mano o bésela, acósela, como se dice ahora. Lo peor que puede pasarle es que ella salga corriendo, que es lo mismo que le va a pasar si le da tiempo a pensarlo. Si esa noche yo la hubiera tomado de la mano, en vez de hablar, tal vez no habría sucedido nada de lo que le estoy contando, Asumpta no estaría donde está y él no habría muerto. Ella lo enterró en el jardín de la casa. Desde acá se ve el lugar, dése vuelta. ¿Ve el paredón donde asoma la magnolia? Bueno, entre la magnolia y la galería. Fue muy poco tiempo después de su regreso. Nadie se dio cuenta de nada hasta que pasaron dos o tres meses. Creo que algunos ni se enteraron de que él había vuelto. Más tarde se descubrió todo, por supuesto, ya le dije que en los pueblos como el nuestro las paredes son transparentes. Pero yo lo supe casi de inmediato, del mismo modo que supe los motivos. Muchos imaginaron que esos hermanos eran algo más que hermanos y que ella lo mató para vengarse de algo que él había hecho durante esos años de ausencia. Qué estupidez. Asumpta, durante esos tres años, vivió esperando que él regresara. No era tanto el querer que volviera como la ceremonia de esperarlo, ¿se da cuenta? La razón de su vida, su cordura, dependían de los ritos inocentes de esa espera. Por eso preparaba todos los días su cuarto, encendía la estufa del escritorio, arreglaba su ropa. Cuando él regresó, ella no dio ninguna muestra de alegría; sí, yo también lo pensé al principio, era como si siempre hubiera sabido que él volvería. Pero sobre todo era que no podía alegrarse: la presencia del hermano rompía por última vez el precario equilibrio de su cordura. La primera vez fue su desaparición; la segunda, su regreso. Ella ya no lo soportó. Durante tres años, piense bien en esto, durante más de mil días y mil noches, ella protegió su razón con esa espera. Lo mató para no enloquecer, para seguir esperando. Después volvió a preparar su cuarto, puso todos los días dos cubiertos en la mesa, siguió cambiando con amor las sábanas de su cama. Y si nadie se hubiera enterado de lo que pasó, aún hoy lo seguiría haciendo. Ella todavía vive, naturalmente. ¿Dónde está? Por favor, Castillo, ¿dónde quiere que esté?
Desde acá el río se ve mejor, ya se lo dije; pero sólo porque es de noche. Uno de esos locos que andan sueltos cavó una zanja en una de las islas para hacer un embarcadero, creo que con la intención de construir un hotel como éste. No contó con que el río tiene sus leyes. Las correntadas abrieron un canal, arrasaron la isla, y ahora el río deposita la tierra y el limo de este lado, dijo en voz baja el doctor Cardona.

de Cuentos Completos. Alfaguara,1998.

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