LA ISLA DEL WAICHAI
En el extremo sur del archipiélago de Tierra del Fuego, casi tan al sur como
puede irse en este mundo, existe una isla pequeña, rocosa y desolada, que los
marinos llaman "la isla del Waichai".
La isla se halla en el choque de dos océanos. Desde los acantilados del este,
que azota el Atlántico, una ría estrecha se abre paso hasta la ensenada diminuta
en donde, al amparo de tres colinas y a orillas de un arroyo, se alza una única
construcción. Con su casita de madera montada sobre pilotes, su barracón detrás
y su capilla, parece apenas uno de los tantos refugios con que los imperios
marcaban sus confines y a los que ni un siglo entero de abandono y tempestad ha
logrado volver menos acogedores. En los larguísimos inviernos, la ensenada es
como un cuenco de nieve donde toda tormenta se apacigua; en la primavera
temprana, cuando aquello que no es piedra es rama seca, se asemeja a un nido
inmenso a la espera de las primeras bandadas.
En torno de la "Hostería" hay hitos y carteles que recuerdan la época mítica en
que navegantes de todas las naciones, impulsados por un único sueño, pasaban por
aquí rumbo al Cabo de Hornos. Pero hoy son pocos los viajeros que hacen noche en
la isla y esperan la goleta que cada tanto llega desde Ushuaia para internarse
en el laberinto de islas y canales. Waichai, su único habitante y virtual
propietario, es uno de los últimos sobrevivientes de las tribus diezmadas a
principios de siglo, y los viajeros suponen, por lo demás, que ha de preferir su
soledad a la compañía de cualquier "hombre del norte". sin embargo, cuando un
bote es arriado de algún buque aquel indio viejísimo sale renqueando de la
casita, se planta en la playa y con la típica postura del vigía otea como si
esperara una visita de importancia extrema.
"Sucede, quizás", suponíamos nosotros mientras nos acercábamos remando entre las
barrancas de roca, "que la vejez o la enfermedad lo han hecho desear la compañía
de sus antiguos enemigos. O tal vez", pensamos cuando al fin nuestro bote
encalló sobre el colchón de turba y Waichai llegó a tirar vigorosamente de la
proa para acarrearnos hasta la arena seca, "que si la edad lo obliga a desandar
su memoria ha de sentirse hermanado con los extraños visitantes de estos días,
gente que no se interesa por el presente más que para leer pasado en él:
naturalistas, paleontólogos, exiliados o, como nosotros, buscadores de
historias".
En verdad, desde que pusimos pie en tierra firme su actitud fue cordial pero
parca, como si hubiera reconocido en nosotros una urgencia que era
imprescindible respetar. Sin una palabra nos guió a través de un jardín recién
sembrado y nos hizo entrar en la casita; encendió un candil exiguo, puso la mesa
austeramente y nos sirvió la cena según la expeditiva costumbre de abordo:
revuelto de corned-beef, papa y cebolla y un generoso botellón de snap; tomó
mantas y sábanas de una estantería y por fin nos dejó solos en aquella penumbra,
como si quisiera que los propios objetos de la casa nos contaran su historia, la
increíble y triste historia que hasta ahora sólo han contado las leyendas y que
yo ahora quiero narrar en este libro.
El snap, dicen los marinos, es el remolcador de la nostalgia, y cediendo poco a
poco a la borrachera fuimos comprobando que el ámbito era pequeño y a la vez
infinito, vasto y a la vez irreal, como si se tratara del desván de las ciudades
que añorábamos, el depósito de los materiales disímiles con que alguna vez se
formó la pesadilla de la historia. La alfombra sobre la que nuestra mesita se
bamboleaba nos reveló de pronto rayas transversales que sólo podían ser las de
una cebra; la pared que rozamos con el respaldo de la silla resultó ser un
antiguo panel de utilería que representaba el balcón de un castillo medieval.
Comenzaba a atarceder, y los últimos rayos del sol descubrieron junto a la única
ventana una vitrina polvorienta dispuesta con tal arte que no pudimos menos que
acudir y preguntarle.
En el estante superior, entre piezas de platería y porcelana grabadas con el
escudo de una familia noble se abría un antiguo libro de actas atestado de
fotos, recortes de diarios, manuscritos. Un daguerrotipo amarillento nos evolvió
la primera imagen que tuvimos del lugar -la ría entre barrancas, las tres
colinas, el arroyo exiguo- pero con todas sus construcciones recién terminadas;
y en el centro, rodeadas de una multitud de niños indios, dos mujeres sonreían
abrazándose por los hombros. Un amarillento panfleto del Ejército de Salvación,
describía la función benéfica que el Famoso Circo Inglés "The Great Will" brindó
en la Plaza de Toros de Valparaíso el 1 de agosto de 1914; y entre una larga
guirnalda de retratos de actores y artistas de variedad se destacaba la foto de
una mujer extrañísima, vestida al exacto modo de aquellos niños nativos: arco,
flecha y una larga túnica de piel de guanaco. La portada de una "Revista del
Museo de ciencias de La Plata" mostraba una cuadrilla de hombres armados al que
un viejo les señalaba el horizonte del desierto patagónico. Era Sir Julius
Stephen, el famoso cazador de indios.
Por fin, al pie de una crónica titulada Naufragio Fantástico, un dibujo en tinta
mostraba un montón de marineros señalando, desde la cubierta de un acorazado, la
superficie del mar; y allí, congelado en el centro de un iceberg, como esas
flores perpetuamente abiertas dentro de un pisapapeles de cristal, un típico
elefante de circo con su gema en la frente, su solideo y su montura de borlas.
Los días son tan cortos en las islas, dicen los marinos, que cae la noche antes
de acabar cualquier faena: mucho antes de empezar a armar el rompecabezas de
aquella historia, también a nosotros la penumbra nos había rodeado por completo.
Una extraña incomodidad nos invadió. El candil se había agotado hacía rato y un
viento lúgubre silbaba entre los pilotes de la casita, hacía cimbrar las paredes
de madera y colaba por sus muchos intersticios un frío tan intenso que nos hizo
desear de pronto el abrigo prometido por Waichai.
Tanteamos la penumbra en busca de la puerta por la que el indio había salido, la
empujamos con el hombro para vencer la oposición del viento y entonces, como una
encarnación de nuestras más secretas fantasías, encontramos lo que nunca
hubiéramos esperado.
Porque aquella puerta daba a un traspatio casi completamente en sombras,
salpicado de manchas blancas que en un principio confundimos con montoncitos de
nieve. Y a pesar de que el viento se volvía allí casi doloroso, Waichai se
hallaba en lo alto del umbral del barracón de enfrente, mirando por encima del
techo de la casita un punto fijo del cielo. La certeza repentina de que todo era
parte de un rito, algo así como esa oración que los musulmanes rezan cada
anochecer de cara a la Meca, nos impidió llamar su atención; y sólo cuando nos
acercamos a él descubrimos que eso que miraba no era sino el Faro del Fin del
Mundo, recortado como un tótem contra el rojo del anochecer y alrededor del cual
giraba alborotada una aureola de bandadas.
El faro aún no se había encendido, y la propia espera de su luz nos sugirió que
Waichai no sólo veneraba aquella imagen sino que, como nosotros mismos, le hacía
preguntas... y que quizás no volvería a recordanos hasta que su dios le
respondiese.
Perplejos, sólo atinamos a sentarnos dos o tres escalones más abajo. Y cuando
así, causalmente, bajamos la mirada, descubrimos que esos manchones blancos en
el piso eran en realidad una cincuentena de lápidas, casi todas sin cruz ni
nombre y tan pequeñas que no podían ser sino de niños.ajo una de las ventanas,
la luz de hogar que llegaba desde adentro nos permitió distinguir la inscripción
de la tumba más grande.
Lady X
Condesa de Broadback
1872-1949
The Tempest, 1,2,15-16
Dicen los marinos que el Faro del Fin del Mundo es el punto más lejano del sur
al que llegan las bandadas en sus migraciones, y que es allí donde reciben, en
un lenguaje que sólo ellas pueden entender, las instrucciones para desandar su
camino. Y fuera porque su movimiento circular se había contagiado al interior de
nuestra mente; fuera porque también nosotros habíamos recibido de ellas una
instrucción, cuando cerramos los ojos y vimos las tumbas tatuadas en el interior
de nuestros párpados, ellas mismas empezaron a girar en torno a un único punto
de oscuridad, como palabras que se arremolinan antes de formar una frase. aunque
presentíamos una larga historia de tragedias, no pudimos menos que acogerlas,
soñando con que nos llevaran de vuelta al norte añorado.
LA ISLA DE LORD AXEL
A mediados del año 1914, cuando Waichai era todavía un niño sin nombre, la
Condesa de Broadback, propietaria y maestra de pista del gran circo inglés The
Great Will, fue invitada a trabajar, al frente de su célebre espectáculo, en el
corazón de América. Durante cien años o más de estrechez y tribulación, la
populosa compañía había anhelado un golpe de suerte semejante, que le permitiera
conquistar en otras tierras el aplauso que Inglaterra ya no le concedía, durante
casi el mismo tiempo, desde un día que la Condesa recordaba como el de la
Revelación, ella misma había deseado cruzar el Atlántico para consumar un sueño
tan curioso que nunca se había atrevido a comentarlo con nadie, y que hadie
había bautizado con un nombre exótico: Patagonia. Pero la sola enumeración de
estas fantasías no basta para explicar su trágico derrotero posterior, una de
las catástrofes más curiosas que registra la historia de los mares australes. Es
necesario hacer antes, por lo menos, la historia de un acontecimiento histórico,
y de una trampa. .
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