Jorge Luis Borges - Poesía

 
Poema de los dones

Nadie rebaje a lágrima o reproche 
Esta declaración de la maestría 
De Dios, que con magnífica ironía 
Me dio a la vez los libros y la noche.

De esta ciudad de libros hizo dueños
A unos ojos sin luz, que sólo pueden
Leer en las bibliotecas de los sueños
Los insensatos párrafos que ceden

Las albas a su afán. En vano el día 
Les prodiga sus libros infinitos, 
Arduos como los arduos manuscritos 
Que perecieron en Alejandria.

De hambre y de sed (narra una historia griega) 
Muere un rey entre fuentes y jardines;
Yo fatigo sin rumbo los confines 
De esa alta y honda biblioteca ciega.

Enciclopedias, atlas, el Oriente 
Y el Occidente, siglos, dinastías, 
Símbolos, cosmos y cosmogonías 
Brindan los muros, pero inútilmente.

Lento en mi sombra, la penumbra hueca 
Exploro con el báculo indeciso, 
Yo, que me figuraba el Paraíso 
Bajo la especie de una biblioteca.

Algo, que ciertamente no se nombra 
Con la palabra azar, rige estas cosas; 
Otro ya recibió en otras borrosas 
Tardes los muchos libros y la sombra.

Al errar por las lentas galerías 
Suelo sentir con vago horror sagrado 
Que soy el otro, el muerto, que habrá dado 
Los mismos pasos en los mismos días.

¿Cuál de los dos escribe este poema 
De un yo plural y de una sola sombra? 
¿Qué importa la palabra que me nombra 
si es indiviso y uno el anatema?

Groussac o Borges, miro este querido 
Mundo que se deforma y que se apaga 
En una pálida ceniza vaga 
Que se parece al sueño y al olvido.

de El Hacedor


El reloj de arena

Está bien que se mida con la dura
Sombra que una columna en el estío
Arroja o con el agua de aquel río
En que Heráclito vio nuestra locura

El tiempo, ya que al tiempo y al destino 
Se parecen los dos: la imponderable 
Sombra diurna y el curso irrevocable 
Del agua que prosigue su camino.

Está bien, pero el tiempo en los desiertos 
Otra substancia halló, suave y pesada, 
Que parece haber sido imaginada 
Para medir el tiempo de los muertos.

Surge así el alegórico instrumento
De los grabados de los diccionarios,
La pieza que los grises anticuarios
Relegarán al mundo ceniciento

Del alfil desparejo, de la espada 
Inerme, del borroso telescopio, 
Del sándalo mordido por el opio 
Del polvo, del azar y de la nada.

¿Quién no se ha demorado ante el severo
Y tétrico instrumento que acompaña
En la diestra del dios a la guadaña
Y cuyas líneas repitió Durero?

Por el ápice abierto el cono inverso 
Deja caer la cautelosa arena, 
Oro gradual que se desprende y llena 
El cóncavo cristal de su universo.

Hay un agrado en observar la arcana 
Arena que resbala y que declina 
Y, a punto de caer, se arremolina 
Con una prisa que es del todo humana.

La arena de los ciclos es la misma 
E infinita es la historia de la arena; 
Así, bajo tus dichas o tu pena, 
La invulnerable eternidad se abisma.

No se detiene nunca la caída 
Yo me desangro, no el cristal. El rito 
De decantar la arena es infinito 
Y con la arena se nos va la vida.

En los minutos de la arena creo 
Sentir el tiempo cósmico: la historia 
Que encierra en sus espejos la memoria 
O que ha disuelto el mágico Leteo.

El pilar de humo y el pilar de fuego,
Cartago y Roma y su apretada guerra,
Simón Mago, los siete pies de tierra
Que el rey sajón ofrece al rey noruego,

Todo lo arrastra y pierde este incansable 
Hilo sutil de arena numerosa. 
No he de salvarme yo, fortuita cosa 
De tiempo, que es materia deleznable.

de El Hacedor.


Los espejos

Yo que sentí el horror de los espejos 
No sólo ante el cristal impenetrable 
Donde acaba y empieza, inhabitable, 
un imposible espacio de reflejos

Sino ante el agua especular que imita
El otro azul en su profundo cielo
Que a veces raya el ilusorio vuelo
Del ave inversa o que un temblor agita

Y ante la superficie silenciosa
Del ébano sutil cuya tersura
Repite como un sueño la blancura
De un vago mármol o una vaga rosa,

Hoy, al cabo de tantos y perplejos 
Años de errar bajo la varia luna, 
Me pregunto qué azar de la fortuna 
Hizo que yo temiera los espejos.

Espejos de metal, enmascarado
Espejo de caoba que en la bruma
De su rojo crepúsculo disfuma
Ese rostro que mira y es mirado,

Infinitos los veo, elementales 
Ejecutores de un antiguo pacto, 
Multiplicar el mundo como el acto 
Generativo, insomnes y fatales.

Prolongan este vano mundo incierto 
En su vertiginosa telaraña; 
A veces en la tarde los empaña 
El hálito de un hombre que no ha muerto.

Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro 
Paredes de la alcoba hay un espejo, 
Ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo 
Que arma en el alba un sigiloso teatro.

Todo acontece y nada se recuerda 
En esos gabinetes cristalinos 
Donde, como fantásticos rabinos, 
Leemos los libros de derecha a izquierda.

Claudio, rey de una tarde, rey soñado, 
No sintió que era un sueño hasta aquel día
En que un actor mimó su felonía 
Con arte silencioso, en un tablado.

Que haya sueños es raro, que haya espejos, 
Que el usual y gastado repertorio 
De cada día incluya el ilusorio 
Orbe profundo que urden los reflejos.

Dios (he dado en pensar) pone un empeño 
En toda esa inasible arquitectura 
Que edifica la luz con la tersura 
Del cristal y la sombra con el sueño.

Dios ha creado las noches que se arman 
De sueños y las formas del espejo 
Para que el hombre sienta que es reflejo 
Y vanidad. Por eso nos alarman.

de El Hacedor.


La luna

Cuenta la historia que en aquel pasado
Tiempo en que sucedieron tantas cosas
Reales, imaginarias y dudosas,
Un hombre concibió el desmesurado

Proyecto de cifrar el universo 
En un libro y con ímpetu infinito 
Erigió el alto y arduo manuscrito 
Y limó y declamó el último verso.

Gracias iba a rendir a la fortuna 
Cuando al alzar los ojos vio un bruñido 
Disco en el aire y comprendió, aturdido, 
Que se había olvidado de la luna.

La historia que he narrado aunque fingida, 
Bien puede figurar el maleficio 
De cuantos ejercemos el oficio 
De cambiar en palabras nuestra vida.

Siempre se pierde lo esencial. Es una 
Ley de toda palabra sobre el numen. 
No la sabrá eludir este resumen 
De mi largo comercio con la luna.

No sé dónde la vi por vez primera, 
Si en el cielo anterior de la doctrina 
Del griego o en la tarde que declina 
Sobre el patio del pozo y de la higuera.

Según se sabe, esta mudable vida 
Puede, entre tantas cosas, ser muy bella 
Y hubo así alguna tarde en que con ella 
Te miramos, oh luna compartida.

Más que las lunas de las noches puedo 
Recordar las del verso: la hechizada 
Dragon moon que da horror a la halada 
Y la luna sangrienta de Quevedo.

De otra luna de sangre y de escarlata 
Habló Juan en su libro de feroces 
Prodigios y de júbilos atroces; 
Otras más claras lunas hay de plata.

Pitágoras con sangre (narra una 
Tradición) escribía en un espejo 
Y los hombres leían el reflejo 
En aquel otro espejo que es la luna.

De hierro hay una selva donde mora 
El alto lobo cuya extraña suerte 
Es derribar la luna y darle muerte 
Cuando enrojezca el mar la última aurora.

(Esto el Norte profético lo sabe 
Y tan bien que ese día los abiertos 
Mares del mundo infestará la nave 
Que se hace con las uñas de los muertos.)

Cuando, en Ginebra o Zürich, la fortuna 
Quiso que yo también fuera poeta, 
Me impuse. como todos, la secreta 
Obligación de definir la luna.

Con una suerte de estudiosa pena
Agotaba modestas variaciones,
Bajo el vivo temor de que Lugones
Ya hubiera usado el ámbar o la arena,

De lejano marfil, de humo, de fría 
Nieve fueron las lunas que alumbraron 
Versos que ciertamente no lograron 
El arduo honor de la tipografía.

Pensaba que el poeta es aquel hombre
Que, como el rojo Adán del Paraíso,
Impone a cada cosa su preciso
Y verdadero y no sabido nombre,

Ariosto me enseñó que en la dudosa 
Luna moran los sueños, lo inasible, 
El tiempo que se pierde, lo posible 
O lo imposible, que es la misma cosa.

De la Diana triforme Apolodoro 
Me dejo divisar la sombra mágica; 
Hugo me dio una hoz que era de oro, 
Y un irlandés, su negra luna trágica.

Y, mientras yo sondeaba aquella mina
De las lunas de la mitología,
Ahí estaba, a la vuelta de la esquina,
La luna celestial de cada día

Sé que entre todas las palabras, una 
Hay para recordarla o figurarla. 
El secreto, a mi ver, está en usarla 
Con humildad. Es la palabra luna.

Ya no me atrevo a macular su pura 
Aparición con una imagen vana; 
La veo indescifrable y cotidiana 
Y más allá de mi literatura.

Sé que la luna o la palabra luna 
Es una letra que fue creada para 
La compleja escritura de esa rara 
Cosa que somos, numerosa y una.

Es uno de los símbolos que al hombre 
Da el hado o el azar para que un día 
De exaltación gloriosa o de agonía 
Pueda escribir su verdadero nombre.

de El Hacedor.


La lluvia

Bruscamente la tarde se ha aclarado 
Porque ya cae la lluvia minuciosa. 
Cae o cayó. La lluvia es una cosa 
Que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado 
El tiempo en que la suerte venturosa 
Le reveló una flor llamada rosa 
Y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
Alegrará en perdidos arrabales
Las negras uvas de una parra en cierto

Patio que ya no existe. La mojada 
Tarde me trae la voz, la voz deseada, 
De mi padre que vuelve y que no ha muerto.

de El Hacedor.


Arte poética

Mirar el río hecho de tiempo y agua 
Y recordar que el tiempo es otro río, 
Saber que nos perdemos como el río 
Y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño
Que sueña no soñar y que la muerte
Que teme nuestra carne es esa muerte 
De cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo 
De los días del hombre y de sus años, 
Convertir el ultraje de los años
En una música, un rumor y un símbolo,

Ver en la muerte el sueño, en el ocaso 
Un triste oro, tal es la poesía 
Que es inmortal y pobre. La poesía 
Vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara 
Nos mira desde el fondo de un espejo; 
El arte debe ser como ese espejo 
Que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios, 
Lloró de amor al divisar su Itaca
Verde y humilde. El arte es esa Itaca 
De verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable
Que pasa y queda y es cristal de un mismo 
Heráclito inconstante, que es el mismo
Y es otro, como el río interminable.

de El Hacedor.


A un poeta menor de la antología

¿Dónde está la memoria de los días 
que fueron tuyos en la tierra, y tejieron 
dicha y dolor y fueron para ti el universo?

El río numerable de los años 
los ha perdido; eres una palabra en un índice.

Dieron a otros gloria interminable los dioses, 
inscripciones y exergos y monumentos y puntuales historiadores; 
de ti sólo sabemos, oscuro amigo, 
que oíste al ruiseñor, una tarde.

Entre los asfodelos de la sombra, tu vana sombra 
pensará que los dioses han sido avaros.

Pero los días son una red de triviales miserias, 
¿y habrá suerte mejor que la ceniza
de que está hecho el olvido?

Sobre otros arrojaron los dioses 
la inexorable luz de la gloria, que mira las entrañas y enumera las grietas, 
de la gloria, que acaba por ajar la rosa que venera; 
contigo fueron más piadosos, hermano.

En el éxtasis de un atardecer que no será una noche, 
oyes la voz del ruiseñor de Teócrito.

de El otro, el mismo.


El Golem

Si (como el griego afirma en el Cratilo) 
El nombre es arquetipo de la cosa, 
En las letras de rosa está la rosa 
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.

Y, hecho de consonantes y vocales, 
Habrá un terrible Nombre, que la esencia 
Cifre de Dios y que la Omnipotencia 
Guarde en letras y sílabas cabales.

Adán y las estrellas lo supieron 
En el Jardín. La herrumbre del pecado 
(Dicen los cabalistas) lo ha borrado 
Y las generaciones lo perdieron.

Los artificios y el candor del hombre 
No tienen fin. Sabemos que hubo un día 
En que el pueblo de Dios buscaba el Nombre 
En las vigilias de la judería.

No a la manera de otras que una vaga 
Sombra insinúan en la vaga historia, 
Aún está verde y viva la memoria 
De Judá Leon, que era rabino en Praga.

Sediento de saber lo que Dios sabe, 
Judá León se dio a permutaciones 
de letras y a complejas variaciones 
Y al fin pronunció el Nombre que es la Clave.

La Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio, 
Sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos 
De las Letras, del Tiempo y del Espacio.

El simulacro alzó los soñolientos 
Párpados y vio formas y colores 
Que no entendió, perdidos en rumores 
Y ensayó temerosos movimientos.

Gradualmente se vio (como nosotros) 
Aprisionado en esta red sonora 
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora, 
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

(El cabalista que ofició de numen 
A la vasta criatura apodó Golem; 
Estas verdades las refiere Scholem 
En un docto lugar de su volumen.)

El rabí le explicaba el universo 
"Esto es mi pie; esto el tuyo; esto la soga." 
Y logró, al cabo de años, que el perverso 
Barriera bien o mal la sinagoga.

Tal vez hubo un error en la grafía
O en la articulación del Sacro Nombre;
A pesar de tan alta hechicería,
No aprendió a hablar el aprendiz de hombre,

Sus ojos, menos de hombre que de perro 
Y harto menos de perro que de cosa, 
Seguían al rabí por la dudosa 
penumbra de las piezas del encierro.

Algo anormal y tosco hubo en el Golem, 
Ya que a su paso el gato del rabino 
Se escondía. (Ese gato no está en Scholem 
Pero, a través del tiempo, lo adivino.)

Elevando a su Dios manos filiales, 
Las devociones de su Dios copiaba 
O, estúpido y sonriente, se ahuecaba 
En cóncavas zalemas orientales.

El rabí lo miraba con ternura
Y con algún horror. ¿Como (se dijo) 
Pude engendrar este penoso hijo
Y la inacción dejé, que es la cordura?

Por qué di en agregar a la infinita 
Serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana 
Madeja que en lo eterno se devana, 
Di otra causa, otro efecto y otra cuita?

En la hora de angustia y de luz vaga, 
En su Golem los ojos detenía. 
¿Quién nos dirá las cosas que sentía 
Dios, al mirar a su rabino en Praga?

1958

de El otro, el mismo.


Una rosa y Milton

De las generaciones de las rosas 
Que en el fondo del tiempo se han perdido 
Quiero que una se salve del olvido, 
Una sin marca o signo entre las cosas 
Que fueron. El destino me depara 
Este don de nombrar por vez primera 
Esa flor silenciosa, la postrera 
Rosa que Milton acercó a su cara, 
Sin verla. Oh tú bermeja o amarilla 
O blanca rosa de un jardín borrado, 
Deja mágicamente tu pasado 
Inmemorial y en este verso brilla, 
Oro, sangre o marfil o tenebrosa 
Como en sus manos, invisible rosa.

de El otro, el mismo.


El despertar

Entra la luz y asciendo torpemente 
De los sueños al sueño compartido 
Y las cosas recobran su debido 
Y esperado lugar y en el presente 
Converge abrumador y vasto el vago
Ayer: las seculares migraciones 
Del pájaro y del hombre, las legiones 
Que el hierro destrozó, Roma y Cartago. 
Vuelve también la cotidiana historia: 
Mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte. 
¡Ah, si aquel otro despertar, la muerte, 
Me deparara un tiempo sin memoria 
De mi nombre y de todo lo que he sido! 
¡Ah, si en esa mañana hubiera olvido!

de El otro, el mismo.


Fragmento

Una espada, 
Una espada de hierro forjada en el frío del alba. 
Una espada con runas 
Que nadie podrá desoír ni descifrar del todo, 
Una espada del Báltico que será cantada en Nortumbria, 
Una espada que los poetas 
Igualarán al hielo y al fuego, 
Una espada que un rey dará a otro rey 
Y este rey a un sueño, 
Una espada que será leal 
Hasta una hora que ya sabe el Destino, 
Una espada que iluminará la batalla.

Una espada para la mano 
Que regirá la hermosa batalla, el tejido de hombres, 
Una espada para la mano 
Que enrojecerá los dientes del lobo 
Y el despiadado pico del cuervo,
Una espada para la mano 
Que prodigará el oro rojo, 
Una espada para la mano 
Que dará muerte a la serpiente en su lecho de oro, 
Una espada para la mano 
Que ganará un reino y perderá un reino, 
Una espada para la mano 
Que derribará la selva de lanzas. 
Una espada para la mano de Beowulf.

de El otro, el mismo.


Edgar Allan Poe

Pompas del mármol, negra anatomía 
Que ultrajan los gusanos sepulcrales, 
Del triunfo de la muerte los glaciales 
Símbolos congregó. No los temía. 
Temía la otra sombra, la amorosa, 
Las comunes venturas de la gente; 
No lo cegó el metal resplandeciente 
Ni el mármol sepulcral sino la rosa. 
Como del otro lado del espejo 
Se entregó solitario a su complejo 
Destino de inventor de pesadillas. 
Quizá, del otro lado de la muerte, 
Siga erigiendo solitario y fuerte 
Espléndidas y atroces maravillas.

de El otro, el mismo.


Los enigmas

Yo que soy el que ahora está cantando 
Seré mañana el misterioso, el muerto, 
El morador de un mágico y desierto 
Orbe sin antes ni después ni cuándo. 
Así afirma la mística. Me creo 
Indigno del Infierno o de la Gloria, 
Pero nada predigo. Nuestra historia
Cambia como las formas de Proteo. 
¿Qué errante laberinto, qué blancura 
Ciega de resplandor será mi suerte, 
Cuando me entregue el fin de esta aventura 
La curiosa experiencia de la muerte? 
Quiero beber su cristalino Olvido, 
Ser para siempre; pero no haber sido.

de El otro, el mismo.


Al vino

En el bronce de Homero resplandece tu nombre, 
Negro vino que alegras el corazón del hombre.

Siglos de siglos hace que vas de mano en mano 
Desde el ritón del griego al cuerno del germano.

En la aurora ya estabas. A las generaciones 
Les diste en el camino tu fuego y tus leones.

Junto a aquel otro río de noches y de días
Corre el tuyo que aclaman amigos y alegrías,

Vino que como un Éufrates patriarcal y profundo 
Vas fluyendo a lo largo de la historia del mundo.

En tu cristal que vive nuestros ojos han visto 
Una roja metáfora de la sangre de Cristo.

En las arrebatadas estrofas del sufí 
Eres la cimitarra, la rosa y el rubí.

Que otros en tu Leteo beban un triste olvido; 
Yo busco en ti las fiestas del fervor compartido.

Sésamo con el cual antiguas noches abro 
Y en la dura tiniebla, dádiva y candelabro.

Vino del mutuo amor o la roja pelea, 
Alguna vez te llamaré. Que así sea.

de El otro, el mismo.


Soneto del vino

¿En qué reino, en qué siglo, bajo qué silenciosa
Conjunción de los astros, en qué secreto día
Que el mármol no ha salvado, surgió la valerosa
Y singular idea de inventar la alegría?
Con otoños de oro la inventaron. El vino
Fluye rojo a lo largo de las generaciones
Como el río del tiempo y en el arduo camino
Nos prodiga su música, su fuego y sus leones.
En la noche del júbilo o en la jornada adversa
Exalta la alegría o mitiga el espanto
Y el ditirambo nuevo que este día le canto
Otrora lo cantaron el árabe y el persa.
Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia
Como si ésta ya fuera ceniza en la memoria,

de El otro, el mismo.


El alquimista

Lento en el alba un joven que han gastado 
La larga reflexión y las avaras 
Vigilias considera ensimismado 
Los insomnes braseros y alquitaras.

Sabe que el oro, ese Proteo, acecha 
Bajo cualquier azar, como el destino; 
Sabe que está en el polvo del camino, 
En el arco, en el brazo y en la flecha.

En su oscura visión de un ser secreto 
Que se oculta en el astro y en el lodo, 
Late aquel otro sueño de que todo 
Es agua, que vio Tales de Mileto.

Otra visión habrá; la de un eterno
Dios cuya ubicua faz es cada cosa,
Que explicará el geométrico Spinoza
En un libro más arduo que el Averno...

En los vastos confines orientales 
Del azul palidecen los planetas, 
El alquimista piensa en las secretas 
Leyes que unen planetas y metales.

Y mientras cree tocar enardecido 
El oro aquél que matará la Muerte. 
Dios, que sabe de alquimia, lo convierte 
En polvo, en nadie, en nada y en olvido.

de El otro, el mismo.


Otro poema de los dones

Gracias quiero dar al divino 
Laberinto de los efectos y de las causas 
Por la diversidad de las criaturas 
Que forman este singular universo, 
Por la razón, que no cesará de soñar 
Con un plano del laberinto, 
Por el rostro de Elena y la perseverancia de Ulises,
Por el amor, que nos deja ver a los otros 
Como los ve la divinidad, 
Por el firme diamante y el agua suelta, 
Por el álgebra, palacio de precisos cristales, 
Por las místicas monedas de Angel Silesio, 
Por Schopenhauer, 
Que acaso descifró el universo, 
Por el fulgor del fuego 
Que ningún ser humano puede mirar sin un asombro antiguo, 
Por la caoba, el cedro y el sándalo, 
Por el pan y la sal, 
Por el misterio de la rosa 
Que prodiga color y que no lo ve, 
Por ciertas vísperas y días de 1955, 
Por los duros troperos que en la llanura 
Arrean los animales y el alba, 
Por la mañana en Montevideo, 
Por el arte de la amistad, 
Por el último día de Sócrates, 
Por las palabras que en un crepúsculo se dijeron 
De una cruz a otra cruz, 
Por aquel sueño del Islam que abarco 
Mil noches y una noche, 
Por aquel otro sueño del infierno, 
De la torre del fuego que purifica 
Y de las esferas gloriosas, 
Por Swedenborg, 
Que conversaba con los ángeles en las calles de Londres, 
Por los ríos secretos e inmemoriales 
Que convergen en mí, 
Por el idioma que, hace siglos, hablé en Nortumbria, 
Por la espada y el arpa de los sajones,
Por el mar, que es un desierto resplandeciente
Y una cifra de cosas que no sabemos
Y un epitafio de los vikings,
Por la música verbal de Inglaterra,
Por la música verbal de Alemania,
Por el oro, que relumbra en los versos,
Por el épico invierno,
Por el nombre de un libro que no he leído:
Gesta Dei per Francos, 
Por Verlaine, inocente como los pájaros,
Por el prisma de cristal y la pesa de bronce,
Por las rayas del tigre,
Por las altas torres de San Francisco y de la isla de Manhattan,
Por la mañana en Texas,
Por aquel sevillano que redactó la Epístola Moral
Y cuyo nombre, como él hubiera preferido, ignoramos,
Por Séneca y Lucano, de Córdoba,
Que antes del español escribieron
Toda la literatura española,
Por el geométrico y bizarro ajedrez,
Por la tortuga de Zenón y el mapa de Royce,
Por el olor medicinal de los eucaliptos,
Por el lenguaje, que puede simular la sabiduría,
Por el olvido, que anula o modifica el pasado,
Por la costumbre,
Que nos repite y nos confirma como un espejo,
Por la mañana, que nos depara la ilusión de un principio,
Por la noche, su tiniebla y su astronomía.
Por el valor y la felicidad de los otros,
Por la patria, sentida en los jazmines
O en una vieja espada,
Por Whitman y Francisco de Asís, que ya escribieron el poema,
Por el hecho de que el poema es inagotable
Y se confunde con la suma de las criaturas
Y no llegará jamás al último verso
Y varía según los hombres,
Por Frances Haslam, que pidió perdón a sus hijos
Por morir tan despacio,
Por los minutos que preceden al sueño,
Por el sueño y la muerte,
Esos dos tesoros ocultos,
Por los íntimos dones que no enumero,
Por la música, misteriosa forma del tiempo.

de El otro, el mismo.


Oda escrita en 1966

Nadie es la patria. Ni siquiera el jinete 
Que, alto en el alba de una plaza desierta,
Rige un corcel de bronce por el tiempo, 
Ni los otros que miran desde el mármol, 
Ni los que prodigaron su bélica ceniza 
Por los campos de América 
O dejaron un verso o una hazaña 
O la memoria de una vida cabal 
En el justo ejercicio de los días. 
Nadie es la patria. Ni siquiera los símbolos.

Nadie es la patria. Ni siquiera el tiempo 
Cargado de batallas, de espadas y de éxodos
Y de la lenta población de regiones 
Que lindan con la aurora y el ocaso, 
Y de rostros que van envejeciendo 
En los espejos que se empañan 
Y de sufridas agonías anónimas 
Que duran hasta el alba 
Y de la telaraña de la lluvia 
Sobre negros jardines.

La patria, amigos, es un acto perpetuo
Como el perpetuo mundo. (Si el Eterno
Espectador dejara de soñarnos
Un solo instante, nos fulminaría,
Blanco y brusco relámpago, Su olvido.)
Nadie es la patria, pero todos debemos
Ser dignos del antiguo juramento
Que prestaron aquellos caballeros
De ser lo que ignoraban, argentinos,
De ser lo que serían por el hecho
De haber jurado en esa vieja casa.
Somos el porvenir de esos varones,
La justificación de aquellos muertos; 
Nuestro deber es la gloriosa carga 
Que a nuestra sombra legan esas sombras 
Que debemos salvar. 
Nadie es la patria, pero todos lo somos.
Arda en mi pecho y en el vuestro, incesante, 
Ese límpido fuego misterioso.

de El otro, el mismo.


El sueño

Si el sueño fuera (como dicen) una 
Tregua, un puro reposo de la mente, 
¿Por qué, si te despiertan bruscamente, 
Sientes que te han robado una fortuna? 
¿Por qué es tan triste madrugar? La hora 
Nos despoja de un don inconcebible, 
Tan íntimo que sólo es traducible
En un sopor que la vigilia dora 
De sueños, que bien pueden ser reflejos 
Truncos de los tesoros de la sombra, 
De un orbe intemporal que no se nombra 
Y que el día deforma en sus espejos. 
¿Quien serás esta noche en el oscuro 
Sueño, del otro lado de su muro?

de El otro, el mismo.


El mar

Antes que el sueño (o el terror) tejiera 
Mitologías y cosmogonías, 
Antes que el tiempo se acuñara en días, 
El mar, el siempre mar, ya estaba y era. 
¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento 
Y antiguo ser que roe los pilares 
De la tierra y es uno y muchos mares 
Y abismo y resplandor y azar y viento? 
Quien lo mira lo ve por vez primera,

Siempre. Con el asombro que las cosas 
Elementales dejan, las hermosas
Tardes, la luna, el fuego de una hoguera.
¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
Ulterior que sucede a la agonía.

de El otro, el mismo.


Milonga de dos hermanos

Traiga cuentos la guitarra 
De cuando el fierro brillaba, 
Cuentos de truco y de taba,
De cuadreras y de copas, 
Cuentos de la Costa Brava 
Y el Camino de las Tropas.

Venga una historia de ayer
Que apreciarán los más lerdos;
El destino no hace acuerdos
Y nadie se lo reproche—
Ya estoy viendo que esta noche
Vienen del Sur los recuerdos,

Velay, señores, la historia 
De los hermanos Iberra, 
Hombres de amor y de guerra 
Y en el peligro primeros, 
La flor de los cuchilleros 
Y ahora los tapa la tierra.

Suelen al hombre perder 
La soberbia o la codicia; 
También el coraje envicia 
A quien le da noche y día— 
El que era menor debía 
Más muertes a la justicia.

Cuando Juan Iberra vio 
Que el menor lo aventajaba, 
La paciencia se le acaba 
Y le armó no sé que lazo— 
Le dio muerte de un balazo, 
Allá por la Costa Brava.

Sin demora y sin apuro
Lo fue tendiendo en la vía
Para que el tren lo pisara. 
El tren lo dejó sin cara, 
Que es lo que el mayor quería.

Así de manera fiel 
Conté la historia hasta el fin; 
Es la historia de Caín 
Que sigue matando a Abel.

de Para las seis cuerdas.


Laberinto

No habrá nunca una puerta. Estás adentro 
Y el alcázar abarca el universo 
Y no tiene ni anverso ni reverso 
Ni externo muro ni secreto centro. 
No esperes que el rigor de tu camino 
Que tercamente se bifurca en otro, 
Que tercamente se bifurca en otro, 
Tendrá fin. Es de hierro tu destino 
Como tu juez. No aguardes la embestida 
Del toro que es un hombre y cuya extraña 
Forma plural da horror a la maraña 
De interminable piedra entretejida. 
No existe. Nada esperes. Ni siquiera 
En el negro crepúsculo la fiera.

de Elogio de la sombra.


El laberinto

Zeus no podría desatar las redes 
de piedra que me cercan. He olvidado 
los hombres que antes fui; sigo el odiado 
camino de monótonas paredes 
que es mi destino. Rectas galerías 
que se curvan en círculos secretos 
al cabo de los años. Parapetos 
que ha agrietado la usura de los días. 
En el pálido polvo he descifrado 
rastros que temo. El aire me ha traído 
en las cóncavas tardes un bramido 
o el eco de un bramido desolado. 
Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte 
es fatigar las largas soledades 
que tejen y destejen este Hades 
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera 
éste el último día de la espera.

de Elogio de la sombra.


El guardián de los libros

Ahí están los jardines, los templos y la justificación de los templos,
La recta música y las rectas palabras, 
Los sesenta y cuatro hexagramas, 
Los ritos que son la única sabiduría 
Que otorga el Firmamento a los hombres, 
El decoro de aquel emperador
Cuya serenidad fue reflejada por el mundo, su espejo, 
De suerte que los campos daban sus frutos 
Y los torrentes respetaban sus márgenes, 
El unicornio herido que regresa para marcar el fin, 
Las secretas leyes eternas, 
El concierto del orbe; 
Esas cosas o su memoria están en los libros 
Que custodio en la torre.

Los tártaros vinieron del Norte 
En crinados potros pequeños; 
Aniquilaron los ejércitos 
Que el Hijo del Cielo mandó para castigar su impiedad, 
Erigieron pirámides de fuego y cortaron gargantas, 
Mataron al perverso y al justo, 
Mataron al esclavo encadenado que vigila la puerta, 
Usaron y olvidaron a las mujeres 
Y siguieron al Sur, 
Inocentes como animales de presa, 
Crueles como cuchillos. 
En el alba dudosa 
El padre de mi padre salvó los libros. 
Aquí están en la torre donde yazgo, 
Recordando los días que fueron de otros, 
Los ajenos y antiguos.

En mis ojos no hay días. Los anaqueles
Están muy altos y no los alcanzan mis años.
Leguas de polvo y sueño cercan la torre.
¿A qué engañarme?
La verdad es que nunca he sabido leer,
Pero me consuelo pensando
Que lo imaginado y lo pasado ya son lo mismo
Para un hombre que ha sido 
Y que contempla lo que fue la ciudad 
Y ahora vuelve a ser el desierto. 
¿Qué me impide soñar que alguna vez 
Descifré la sabiduría 
Y dibujé con aplicada mano los símbolos? 
Mi nombre es Hsiang. Soy el que custodia los libros, 
Que acaso son los últimos, 
Porque nada sabemos del Imperio 
Y del Hijo del Cielo. 
Ahí están en los altos anaqueles, 
Cercanos y lejanos a un tiempo, 
Secretos y visibles como los astros. 
Ahí están los jardines, los templos.

de Elogio de la sombra.


Elogio de la sombra

La vejez (tal es el nombre que los otros le dan) 
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto. 
Quedan el hombre y su alma. 
Vivo entre formas luminosas y vagas 
que no son aún la tiniebla. 
Buenos Aires, 
que antes se desgarraba en arrabales 
hacia la llanura incesante, 
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro, 
las borrosas calles del Once 
y las precarias casas viejas 
que aún llamamos el Sur. 
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas; 
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar; 
el tiempo ha sido mi Demócrito. 
Esta penumbra es lenta y no duele; 
fluye por un manso declive 
y se parece a la eternidad. 
Mis amigos no tienen cara, 
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años, 
las esquinas pueden ser otras, 
no hay letras en las páginas de los libros. 
Todo esto debería atemorizarme, 
pero es una dulzura, un regreso. 
De las generaciones de los textos que hay en la tierra 
sólo habré leído unos pocos, 
los que sigo leyendo en la memoria, 
leyendo y transformando. 
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte, 
convergen los caminos que me han traído 
a mi secreto centro. 
Esos caminos fueron ecos y pasos, 
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones, 
días y noches, 
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer 
y de los ayeres del mundo, 
la firme espada del danés y la luna del persa, 
los actos de los muertos, 
el compartido amor, las palabras, 
Emerson y la nieve y tantas cosas. 
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro, 
a mi álgebra y mi clave 
a mi espejo. 
Pronto sabré quién soy.

de Elogio de la sombra.


Cosas

El volumen caído que los otros 
Ocultan en la hondura del estante 
Y que los días y las noches cubren 
De lento polvo silencioso. El ancla 
De Sidón que los mares de Inglaterra 
Oprimen en su abismo ciego y blando. 
El espejo que no repite a nadie 
Cuando la casa se ha quedado sola. 
Las limaduras de uña que dejamos 
A lo largo del tiempo y del espacio. 
El polvo indescifrable que fue Shakespeare. 
Las modificaciones de la nube. 
La simétrica rosa momentánea 
Que el azar dio una vez a los ocultos 
Cristales del pueril calidoscopio. 
Los remos de Argos, la primera nave. 
Las pisadas de arena que la ola 
Soñolienta y fatal borra en la playa. 
Los colores de Turner cuando apagan 
Las luces en la recta galería 
Y no resuena un paso en la alta noche. 
El revés del prolijo mapamundi. 
La tenue telaraña en la pirámide. 
La piedra ciega y la curiosa mano. 
El sueño que he tenido antes del alba 
Y que olvidé cuando clareaba el día. 
El principio y el fin de la epopeya 
De Finsburh, hoy unos contados versos 
De hierro, no gastado por los siglos. 
La letra inversa en el papel secante. 
La tortuga en el fondo del aljibe. 
Lo que no puede ser. El otro cuerno 
Del unicornio. El Ser que es Tres y es Uno. 
El disco triangular. El inasible
Instante en que la flecha del eleata, 
Inmóvil en el aire, da en el blanco. 
La flor entre las páginas de Bécquer. 
El péndulo que el tiempo ha detenido. 
El acero que Odín clavó en el árbol.
El texto de las no cortadas hojas. 
El eco de los cascos de la carga 
De Junín, que de algún eterno modo 
No ha cesado y es parte de la trama. 
La sombra de Sarmiento en las aceras. 
La voz que oyó el pastor en la montaña. 
La osamenta blanqueando en el desierto.
La bala que mató a Francisco Borges. 
El otro lado del tapiz. Las cosas 
Que nadie mira, salvo el Dios de Berkeley.

de El oro de los tigres.


La pantera

Tras los fuertes barrotes la pantera 
Repetirá el monótono camino 
Que es (pero no lo sabe) su destino 
De negra joya, aciaga y prisionera. 
Son miles las que pasan y son miles
Las que vuelven, pero es una y eterna 
La pantera fatal que en su caverna 
Traza la recta que un eterno Aquiles 
Traza en el sueño que ha soñado el griego. 
No sabe que hay praderas y montañas 
De ciervos cuyas trémulas entrañas 
Deleitarían su apetito ciego.
En vano es vario el orbe. La jornada 
Que cumple cada cual ya fue fijada.

de El oro de los tigres.


El mar

El mar. El joven mar. El mar de Ulises 
Y el de aquel otro Ulises que la gente 
Del Islam apodó famosamente 
Es-Sindibad del Mar. El mar de grises 
Olas de Erico el Rojo, alto en su proa. 
Y el de aquel caballero que escribía 
A la vez la epopeya y la elegía 
De su patria, en la ciénaga de Goa. 
El mar de Trafalgar. El que Inglaterra 
Cantó a lo largo de su larga historia, 
El arduo mar que ensangrentó de gloria 
En el diario ejercicio de la guerra. 
El incesante mar que en la serena 
Mañana surca la infinita arena.

de El oro de los tigres.


Al coyote

Durante siglos la infinita arena 
De los muchos desiertos ha sufrido 
Tus pasos numerosos y tu aullido 
De gris chacal o de insaciada hiena. 
¿Durante siglos? Miento. Esa furtiva
Substancia, el tiempo, no te alcanza, lobo; 
Tuyo es el puro ser, tuyo el arrobo, 
Nuestra, la torpe vida sucesiva. 
Fuiste un ladrido casi imaginario 
En el confín de arena de Arizona 
Donde todo es confín, donde se encona 
Tu perdido ladrido solitario. 
Símbolo de una noche que fue mía, 
Sea tu vago espejo esta elegía.

de El oro de los tigres.


El oro de los tigres

Hasta la hora del ocaso amarillo 
Cuántas veces habré mirado 
Al poderoso tigre de Bengala 
Ir y venir por el predestinado camino 
Detrás de los barrotes de hierro, 
Sin sospechar que eran su cárcel. 
Después vendrían otros tigres, 
El tigre de fuego de Blake; 
Después vendrían otros oros, 
El metal amoroso que era Zeus, 
El anillo que cada nueve noches *
Engendra nueve anillos y éstos, nueve, 
Y no hay un fin.
Con los años fueron dejándome 
Los otros hermosos colores 
Y ahora sólo me quedan 
La vaga luz, la inextricable sombra 
Y el oro del principio. 
Oh ponientes, oh tigres, oh fulgores
Del mito y de la épica, 
Oh un oro más precioso, tu cabello 
Que ansían estas manos.

East Lansing, 1972.

de El oro de los tigres.


 

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