Vicente Battista

El universo en un grano de arena y la eternidad en una hora

Hace un instante volvió la luz. Sigo en el mismo cuarto, aunque ahora me parece más pequeño. Estoy transpirando, pero por fortuna he dejado de temblar. Acaricio mi frente; contra lo que sospechaba, no tengo fiebre. No sé cómo nombrar a este sudor helado y pegajoso, a esta pasta gelatinosa y glacial que me cubre la cara y, supongo, el resto del cuerpo. Me ofende un penetrante olor a lavandina, no logro descubrir su origen. En todo caso, debería oler a azufre. Sonrío por la ocurrencia y miro la calle a través del ventanal. Los edificios que me acosan desde la otra vereda han vuelto a iluminarse. Es muy tarde, pero no todos duermen. La vida sigue, pienso, y siento un vertiginoso escalofrío. El corte duró apenas unos segundos, mis vecinos estarán otra vez con los ojos fijos en las pantallas de sus televisores. Ni en la más feroz de sus borracheras podrían imaginar lo que realmente sucedió durante ese mínimo tiempo de penumbra. Afuera continúa el frío: los termómetros hablan de una temperatura inferior a los cuatro grados bajo cero. Dejo de mirar por la ventana y presto atención al cuarto, que decididamente se achicó. Sin embargo, todo se ve igual que antes: la estufa eléctrica vuelve a ofrecer su tímido calor, la mesa sigue llena de papeles y el cenicero repleto de colillas; sobre el piso se amontonan los platos con restos de comida, tres o cuatro cucarachas han comenzado a dar cuenta de esos restos. En otro momento las hubiera matado, ahora temo moverme. He perdido la noción del tiempo, recuerdo oscuramente que hace muchos días que estoy así, clavado en esta silla, con las manos en el teclado, buscando la palabra imposible. 
Soy un hacker. No peco de vanidoso si agrego que estoy entre los que gozan de mayor prestigio. Al principio, cuando comencé a operar, hice cosas de chicos: acostumbraba a merodear por el D.O.S., verificando los archivos de cada subdirectorio; después anunciaba mi presencia con frases que ahora me suenan ridículas. Solía escribir: ?Hola, hola, estoy aquí, acabo de invadirte, e imaginaba el gesto de terror del que en ese momento se encontrara frente a la pantalla. Con el tiempo adquirí madurez y comencé a ingresar a los sistemas (otros prefieren decir : violar) ocultando mi presencia. 
La vida del hacker es idéntica a la de cualquier mortal. Sólo somos un poco más tozudos, o acaso más caprichosos. Solemos vernos una vez por semana, nunca repetimos el sitio de reunión; tampoco el día. Para el resto del mundo aparentamos ser un grupo de amigos reunidos en un bar cualquiera. Allí referimos nuestras experiencias y canjeamos conocimientos. Entre nosotros no se permiten intimidades. Hay un código rígido que respeta todo hacker: no saber quién es el otro, ignorar dónde y cómo opera. Cuando llegó Gabriel (no se llama Gabriel, pero de alguna manera tengo que nombrarlo), yo estaba envuelto en una discusión sin sentido acerca de un norteamericano, un tal doctor Williams, que había creado un programa para pescar hackers. Gabriel se sentó, pidió un café y por más de media hora se limitó a mirarnos. Después habló. Aseguró que venía por algo bastante más apasionante que invadir sistemas; se había dispuesto averiguar cuál era el verdadero nombre del Creador. 
—Como ustedes sabrán —dijo—, palabras como Dios, Ser Supremo, Júpiter, Jehová o Alá, son sólo eufemismos que inventamos los hombres porque desconocemos el verdadero modo de llamarlo. 
Pensamos que era una broma, creímos que se trataba de un intruso que había descubierto nuestro escondite. Ante situaciones como ésas, lo adecuado es marcharse de inmediato. Nos pusimos de pie. Gabriel no se inmutó. 
—Hablo en serio —dijo—, ese nombre infalible existe desde el principio de los tiempos; pero es imposible descubrirlo, aun con la computadora más poderosa. Por eso estoy aquí. 
Sonaba a desafío, aunque él parecía albergar toda la paz del mundo. Volvimos a sentarnos. Siguió hablando. 
—Los lamas en el Tibet han resuelto que hay nueve mil millones de posibles nombres de Dios; los judíos son más ascetas: lo reducen a uno. Es tan difícil buscar el apelativo solitario que ellos proponen, como encontrar los que se encierran en esa disparatada multitud sugerida por los hombres del Tibet. En uno y otro caso, la solución está en el alfabeto: en la combinatoria de las veinticuatro letras de ambos alfabetos. Los lamas aseguran que cuando se hayan escrito esos nueve mil millones de nombres, se habrá alcanzado el designio divino y la raza humana habrá cumplido la misión para la que fue creada. Los cabalistas judíos no dan cuenta de lo qué vaya a sucederle al que por fin descubra el nombre secreto. Tampoco dicen qué pasará con el resto de la humanidad. Los lamas entienden que para llegar a la suma de esos nombres se tardaría aproximadamente quince mil años. Los judíos no dan cifra, pero he calculado que con una Pentium de última generación no se podrían hacer todas las combinatorias en menos de dos mil años. Ustedes se vanaglorian de entrar en los sistemas más cerrados, pero no los creo capaces de descubrir el verdadero nombre de Dios. Les acerco un último dato: hay quienes aseguran que está formado por una palabra de más de dos letras y menos de siete. 
Dejó algunas monedas para su café, y se fue con la misma tranquilidad con que había venido. 
A lo largo de dos días me entretuvieron otras cuestiones y pensé que había olvidado por completo a ese extraño personaje. Pero al tercer día me vi entrando en una librería de viejo, con la certeza de que allí iba a encontrar el alfabeto hebreo que buscaba. Había decidido olvidarme de los millones de posibles nombres propuestos por los lamas, sólo me interesaba el del dios de los judíos. Permutando las veinticuatro letras del alfabeto, con todas sus repeticiones, podría acumular algo más de seis mil millones de nombres: entre todos ellos, inevitablemente, estaría el verdadero. Nuestro visitante tenía razón: trabajando las veinticuatro horas del día, se tardaría cerca de dos mil años para llegar al resultado final. Sin embargo, no sé por qué causa, él había omitido una ley ineludible : el azar ?¿Quién me aseguraba que ese nombre utópico no podría aparecer a poco de buscarlo? Alentado por esa esperanza, me dirigí a mi cuarto y me impuse este cautiverio, aquí mismo, donde estoy ahora. Diseñé un programa; después cargué cada letra, y pacientemente comencé la búsqueda. 
Pasé tardes enteras apretando teclas y viendo cómo sobre la pantalla aparecían palabras absurdas; grababa en el disco cada una de ellas. Los primeros días solía dormir en un jergón que había tirado en la pared opuesta a la computadora, pero más tarde opté por la silla. Me impuse dormitar malamente, sólo de rato en rato: no quería que el sueño demorase mi tarea. Sin saberlo estaba repitiendo la ceremonia de los talmudistas. También ellos pasan días y noches sentados en la silla de paja, con la única misión de leer las enseñanzas escritas en el Libro. El Gran Sabio o el Rebe (como lo llaman) sostiene una vela prendida entre las manos para que al amanecer el fuego lo despierte y él pueda continuar con su tarea. Yo no tenía velas, pero tecleaba sin quitar la vista de la pantalla. 
No puedo precisar el momento exacto en que sucedió, pero recuerdo que cargué una última palabra con recelo. De pronto las letras se convirtieron en figuras. Confieso que no me sorprendí: desde hace décadas las computadoras son productoras de imágenes. El verdadero espanto comenzó en el preciso instante en que se cortó la luz. La oscuridad se hizo en mi pieza, en el barrio y tal vez en el universo; pero no en la computadora. Desde la pantalla me seguía hostigando cierto resplandor alucinante. Duró apenas unos segundos, pero fueron suficientes para que yo pudiera escuchar un sonido inédito, formado por miles de voces quebradas que articulaban voces imposibles de repetir, enseguida vi colores desconocidos que se mezclaban en una suerte de atroz calidoscopio, después entré en una especie de vértigo hecho de formas corruptas que no me atrevo o no puedo describir. Percibí el hedor del abismo y supe que aquello era el principio y el fin de todas las cosas. Quise gritar, pero no pude; como en los sueños. Deseé fervientemente que fuera un sueño, una pesadilla inmunda de la que me iba a despertar de un momento a otro. 
Hace un instante volvió la luz, y con resignación descubro que no ha sido un sueño: de la pantalla se fueron las imágenes, pero sigue brillando ese nombre que no quiero repetir; titila sin cesar, desafiándome a que lo escriba una vez más. No pienso hacerlo. Lo voy a borrar de la memoria de la computadora y de mi propia memoria. Para la máquina me bastará con reformatear el disco; en cuanto a mí, comenzaré a creer que todo ha sido fruto del cansancio, algo natural y humano después de tantos días de trabajo.

© 2001 - Vicente Battista

El cantar de los abuelos (cuento)

Vivíamos con los abuelos, en la antigua casa que ellos habían inaugurado. Era angosta y larga, con una sólida puerta de fierro en la entrada y un jardín con higuera, camelias y un limonero en los fondos. Tenía dos patios, dos baños y una gran cocina que daba al último patio y al jardín; tenía siete habitaciones, una pegada a la otra. El dormitorio de los abuelos era lo que más nos impresionaba, acaso por su vasta cama de bronce, púdicamente cubierta con una manta bordada; acaso porque sobre esa cama habían sido engendrados mi madre, mis tías y tíos. No quedaba memoria de aquello: el colchón estaba hundido en dos sitios, uno del abuelo, el otro de la abuela. Entre ambos había una frontera de más de treinta centímetros. Si alguna vez durmieron abrazados ya no había rastros sobre el viejo colchón. Tampoco por la casa, los abuelos no eran pródigos ni en palabras cariñosas ni en caricias. Estábamos acostumbrados a eso. Nos habían enseñado que la pareja era una respetuosa unión, consolidada con la buena cocina, el buen lavado y el buen planchado. El resto pertenecía al reino de la fantasía y, como en las películas de entonces, inevitablemente se fundía en negro.

El domingo del escándalo comenzó idéntico a los otros. Nos despertaron cuando el desayuno estaba listo, controlaron que nos lavásemos los dientes y a las nueve menos cuarto estuvimos en el primer patio, vestidos y prolijos, para llegar puntuales a misa de nueve. Regresamos pasadas las diez, como todos los domingos. Hubo tiempo de sobra para que mamá canjeara el vestido por el batón, para que papá colgara el traje hasta la próxima misa y para que nosotros nos pusiéramos la ropa de entrecasa. A las once y media estábamos listos para recibir al resto de la familia. Comenzaron a llegar a las doce y diez, a la hora de siempre y en el orden de siempre. Hubo un prólogo de besos, chismes y risas y luego las mujeres ordenaron la mesa para el vermouth: cortaron trozos de salamín y queso, colocaron platos de aceitunas verdes y negras, alinearon sifones y botellas de Amaro Pagliotti, Fernet y Cinzano. Cada hombre lo preparó a su gusto, que fue idéntico al de los domingos anteriores y nosotros, otra vez, nos acercamos tímidamente para obtener el privilegio de una vaso de soda, con un trozo de limón, que bebimos lentamente, imaginando el sabor del Amaro Pagliotti y del Cinzano (sabíamos que el Fernet era amargo) junto al gusto real del salamín, del queso y las aceitunas.
La abuela dijo que pronto iba a estar la comida y cada cual ocupó el sitio que tenía asignado: el abuelo en la cabecera y la abuela en la otra punta. Los mayores al lado del abuelo, distribuidos por edad y casamiento, y al final nosotros, a la izquierda y derecha de la abuela. Le pedimos al Señor la bendición de los alimentos, le agradecimos esa nueva comunión y comenzamos a comer. Hubo críticas porque alguno de nosotros masticaba con la boca abierta y elogios por ese sabor especial que tenía la salsa hecha por mi madre. La historia no había cambiado nada. Pensé que más tarde jugaríamos en los patios. Pensé que vendría la merienda, y luego la despedida hasta el próximo domingo. Pero no: en mitad de la comida se oyó nítida la voz del abuelo. Se dirigió a la abuela. Dijo:
-¿Te acordás de Raquel?
Y ahí comenzó el escándalo.
La abuela pregunto qué Raquel y el abuelo dijo la que fuera tu amiga, en Mar del Plata, aquel verano, cuando inauguraron la rambla de cemento. Te tenés que acordar. La abuela dijo que no, que no se acordaba y el abuelo se sorprendió de que hubiese olvidado a Raquel, tan juntas ese verano. Tenés que acordarte. La abuela repitió que no y el abuelo insistió. Las palabras cruzaban de una punta a otra de la mesa y a nadie se le ocurría detenerlas: aún no llevaban peligro.
Pero la abuela negó por tercera vez y el abuelo dijo:
-Como panal de miel destilaban sus labios, miel y leche había debajo de su lengua.
Entonces la abuela dijo que sí, que haberlo dicho antes; que claro, Raquel. Hizo un gesto cómplice, de elogio. El abuelo le brindó una sonrisa al gesto y en su mano apareció una pipa. Comenzó a cargarla, suave, desmenuzando las hebras de tabaco. Le habían prohibido fumar mucho antes de que nosotros naciéramos y hasta ese domingo sus pipas sólo habían sido un grato recuerdo del abuelo joven. Cada una tenía su historia, pero todas estaban condenadas a decorar un rígido portapipas: colgadas para siempre. El abuelo había elegido la negra, la que más quería, y le estaba devolviendo la vida. La puso entre sus labios, encendió un fósforo, y dejó que el humo escapara lentamente. Detrás del humo vinieron las palabras. Dijo:
-Sus pechos eran como dos cabritos mellizos, su fruto fue dulce a mi paladar.
Hubo espanto en el rostro de los mayores. Sentí ganas de reír, pero la mirada severa de mi madre me lo impidió. Bajé la cabeza, como cuando el padre Samperio me amonestaba. Las palabras de la abuela me hicieron alzar la vista.
-¿Te acordás de Rubén? -dijo, y esa inocente pregunta tuvo de pronto ribetes apocalípticos.
El abuelo dijo que no, que no se acordaba. La abuela se sorprendió e insistió que tenía que acordarse; de la época de la Unión Cívica, dijo, más aventurero que militante. ¿Cómo había olvidado las largas discusiones hasta bien entrada la noche?
El abuelo negó por tercera vez. La abuela dijo:
-Era blanco y rubio, señalado entre diez mil.
-¡Claro que sí!- dijo el abuelo y levantó la copa de vino.
Entonces la abuela, la que nos hablaba del daño que hace el alcohol, la indeclinable devota del agua Villavicencio, sin gas, la abuela de la horchata y la Pomoria, llenó su vaso con vino, lo acercó a la nariz, lo cató, aprobó con un gesto cómplice, y se lo bebió de un trago.
-Su paladar era dulcísimo -dijo-, como el buen vino.

Mirábamos a los abuelos, pero teníamos vedado modificarles los gestos o las palabras. Era un sueño loco. Sólo en un sueño el abuelo podía hablar de sus amores. Hablar de Noemí, de los labios de Noemí, que destilaban como panal de miel; o hablar de Ana, del olor de sus ungüentos, mejores que todas las especies aromáticas; o hablar de Esther, con una estatura semejante a la palma y pechos semejantes a los racimos. Sólo en un sueño la abuela podía hablar de sus amores. Hablar de Saúl, de cabellos crespos y negros como el cuervo; o hablar de Daniel, con piernas como columnas de mármol; o hablar de Bejamín, imponente como ejércitos en orden. Únicamente en un maravilloso sueño podían hablar de Ruth, de Ezequiel, de Sara e Ismael; hablar de Elizabeth y de David, porque sesenta habían sido las reinas, ochenta las concubinas y las doncellas sin cuento. Pero no era un sueño: canjeaban amantes y amores como dos chicos juguetones cambian figuritas y travesuras. Se los veía felices. -Levántate, hermosa mía -dijo el abuelo-. El tiempo de la canción ha venido.
Se pusieron de pie y anduvieron con pasos lentos y armónicos. Semejantes al gamo, leería años después. Se encontraron en mitad del patio.
-Las mandrágoras han dado olor -dijo la abuela y apretó las manos del abuelo-. Venga mi amado a su huerto y coma de su dulce fruto.
Se recostó sobre su hombro y dejó que la tomara de la cintura. Caminaron hacia el dormitorio. En ese instante fue como si despertáramos: recuperamos la palabra.
-¡Qué cosas lindas dicen los abuelos! -se maravilló el primo más pequeño.
-¡Cerrá la boca! -amonestó el tío más grande.
Y en orden, sin atropellarse, cada uno de los mayores armó la frase que justificara el estupor. Hablaron de locura senil, aconsejaron no hacerles caso, diagnosticaron arteriosclerosis, le echaron la culpa a los años o al vino. Como un rato antes los abuelos habían canjeado amores, ahora ellos canjeaban frases; pero al revés de los abuelos, no parecían felices. Dejamos que nuestros padres, nuestras tías y tíos se quedaran con las palabras y caminamos hacia la cámara en donde habían sido engendrados.
Los abuelos estaban echados sobre la vieja cama de bronce. Se los veía embriagados, hermosos como la luna y esclarecidos como el sol. Ella despeinada, la cabeza llena de rocío. Él sonriendo, los labios como lirios que destilan mirra. Se habían abrazado con fuerza, dulces y alegres. Adivinamos el perfume del nardo y del azafrán, el de la caña aromática y el de la canela. Supimos que habían recuperado el gozo y supimos que aquello era el final de la fiesta.

©1998 - Vicente Battista.

Esta noche, reunión en casa (cuento)

Lo encontró una noche húmeda de noviembre, y estuvo a punto de gritar. Más tarde, toda vez que Alejandro Funes pensó en aquella noche, lo primero y quizá lo mejor que recordó fue el encuentro: Barreiro en el hall de un cine, solo y despreocupado. Siempre pensé que alguna vez me iba a topar con él, dijo Funes muchas veces, y, también siempre pensó (aunque esto nunca lo dijo) que ese día iba a ser distinto. No fue distinto. Fue igual a cualquier otro. Con idéntica gente e idénticos ruidos; con el mismo calor de noviembre, y, como otros jueves, la misma reunión en su casa. Igual a cualquier otra noche. Y. sin embargo, algo tiene que ser distinto; no sabe de qué forma (nunca lo supo), pero distinto. Porque el que ahora mira las carteleras, ese, de traje gris y sombrero crema, es, con otras ropas, el mismo Francisco Barreiro que años atrás dirigió a los que, entre golpes y picana, inventaron su humillación; el mismo que una tarde le anunció su libertad. Y lo llamó "gallina". Y le escupió la cara. Francisco Barreiro, que aparece todas las noches (cuando Funes, solo, no tiene a quién contarle su hazaña), ahora está ahí, en el hall de un cine. Funes sabe que debe decir: "Por fin, Barreiro" y entrar a ese hall. Pero, inexplicablemente o por algo que esa misma noche acabará de explicarse, permanece quieto y callado. Eso también lo recordó, después.
­Como si fuera hoy ­dijo Funes mientras, con un gesto, le indicaba a Ana María que baje el volumen del tocadiscos­, pero mejor no hablemos de esto.
Claro, claro, en casa de un héroe ­dijo alguien, como de costumbre­ y vamos a permitir que se quede callado, por favor.
­Malditos los pueblos que necesitan héroes­ intervino Haroldo, levantando la copa y haciendo un brindis ceremonioso­, con razón lo afirmó Brecht, y yo, en esa parte, estoy de acuerdo con Brecht.
Lo miraron. sorprendidos.
­Además ­agrego­, en esa parte, los campos de papá también están con Brecht.
Ana María había conseguido el volumen necesario para el relato de su marido. 

Pero Barreiro no ha sacado entradas. Estuvo un rato parado junto a la boletería y ahora pasea por el hall lentamente, como esperando a alguien. Dios quiera que no, implora Funes. Y Dios quiere: Barreiro camina solo, hacia Corrientes. Funes comienza a seguirlo, todo se hace más fácil. Ha pensado muchas veces en esta persecución. Raro, nunca la había imaginado por el centro de Buenos Aires y nunca se le había ocurrido que por el centro es mejor: están los testigos. ¿Para qué testigos? Todo lo que ahora deba pasar será una cosa entre Barreiro y yo, piensa, y se detiene un segundo: ¿Quién le asegura que Barreiro ya no pertenece a la Especial? Mil veces lo ha dicho en su relato: "los gobiernos cambian ­dice­ pero ellos siguen siendo los mismos. Antes, Sección Especial. Ahora, Dipa o Coordinación; personal: el mismo". ¿Para qué testigos?, piensa. Y, sin querer, también piensa que está armado. "Todo policía lleva armas." Trata de que le importe poco; hoy es el día. Pero no puede dejar de pensarlo: Barreiro está armado.
Café San Marcos. Va al baño o a tomar un café. Funes lo espera en la vereda de enfrente. El baño pudo haber sido el sitio del encuentro. Raro también, nunca lo había imaginado ahí; y es bien fácil encontrarse en un baño público. Y. aunque sabe que Barreiro fue al baño, prefiere creer que sólo entró a tomar un café. Un baño es un lugar reducido, torpe. Mejor se queda en la vereda de enfrente, esperando que salga. Antes estuve acostado: inconsciente, primero; con arcadas agrias, después. No quiere pensar y de pronto decide que pensar también sirve. 

­"En la cabeza no, animal, lo podés matar", lo escuché al primer golpe. Debo confesarlo ­dijo Funes­: tuve miedo.
Funes estaba en el centro del sillón y, salvo la música, el silencio era total.
­Yo me hubiese muerto ­comentó Ana María mientras comía una masa de crema; iba a decir algo más, pero sólo hizo una mueca­. Esta crema está agria­agregó.
­Pero se puede resistir ­continuó Funes­, llega un momento en que se puede resistir.
Otra vez silencio. Tantas veces había narrado su historia que, quizá sin proponérselo, llegó a crear un sistema de pausas y medias voces. También hoy (a pesar del encuentro) el sistema servía: en este instante, la pausa; alguien preguntará cómo se puede resistir.
­¿Cómo es posible resistir? ­preguntaron.
Y Funes, mirándolos, comenzó a explicarlo. 

Ahora Barreiro camina otra vez por Suipacha, dobla por Corrientes, se para frente al Opera y mira el programa. Varias veces lo había imaginado así, en el cine. Barreiro sentado una fila adelante mientras él, en la butaca de atrás (como está ahora) fijaba su vista en la cabeza de Barreiro (como la fija ahora) sin importarle la película. En silencio y vigilándolo. Y de pronto, con suavidad, le golpeaba el hombro. Entonces, Barreiro se daba vuelta, Funes lo miraba a los ojos, y, sin decir una sola palabra, le escupía la cara; no una, varias veces se la escupía. Barreiro se iba apurado; casi corriendo. O se quedaba quieto, de nuevo la cara hacia la pantalla. O se limpiaba la saliva, pidiendo perdón. Todo duraba apenas unos segundos. Luego, al despertarse, Funes se sentía más tranquilo y conforme.
Ahora la película ha terminado. Como extraños muñecos que ante la luz recobran vida, la gente, en montón, comienza a levantarse de las butacas. Los primeros cigarrillos se encienden. Después, el éxodo: dos grupos compactos, uno por cada puerta, ahogan sus pasos en las alfombras, y charlan en voz muy baja. Alguien ríe. Todo tiene el aspecto de un extraño ceremonial. Alejandro Funes va entre ellos. Su atención está fija en un sombrero crema y un traje gris que caminan unos metros más adelante. Se termina la alfombra, el ritual y el aire acondicionado, hay una fuerte oleada de calor y, de golpe, la calle. Por un segundo, Funes siente algo que puede ser rabia: Barreiro ha desaparecido de su vista. Maldice a todos los que caminan por Corrientes y mira el reloj: la una y diez; ahora es cuando la reunión en casa se pone linda, piensa.
Y otra vez siente eso que pudo haber sido rabia: el sombrero crema está parado junto a un quiosco, y ya sube a un tranvía. 

Madrugaba y habia clima para "Juego de la verdad". El calor era insoportable, pese a las ventanas abiertas. Ya no habia whisky. Una sola lámpara daba luz a la mesa y a los sillones. El resto de la habitación en penumbras: "la oscura luz", como le gustaba decir a Ana María. El calor igual era insoportable. Los hombres se habían quitado el saco y aflojado la corbata. Dos o tres mujeres se abanicaban con lo que tenían a mano. Más que sentados, estaban desarticulados sobre los sillones, en las más diversas actitudes. Había clima, si, para "Juego de la verdad". Pero Funes debía contarles cómo se puede resistir. Encendió un cigarrillo y le hizo una seña a Haroldo.
­Se puede... ­comenzó a decir Haroldo, ya habituado a la seña.
­Jugar a la verdad, exactamente lo que iba a proponer yo ­dijo Funes, sonriendo.
Entonces, la intervención indignada de Ana María.
­Por favor, Alejandro, se han reunido para escucharte ­dijo Ana María, y parecía indignada y a vos se te ocurren estas bromas.
Funes fue construyendo el ademán de disculpa. Después, serio, dijo:
­Llega un momento...
Aún debían interrumpirlo.
­Perdoná, Alejandro, no todos saben cómo fue la cosa ­dijo Haroldo, con un gesto cómplice­, propongo que contés el proceso paso a paso. Pienso que todos tenemos tiempo.
Negarse, no mucho.
­Pero los voy a aburrir.
Rápido: un "nunca", un "por favor" o un "todo lo contrario".
­Todo lo contrario ­dijo una señora. Era su primera reunión en lo de Funes.
Ahora la orden.
­Perfecto, lo cuento a cambio de un buen café.
Ana María y la mujer de Haroldo fueron hacia la cocina.
Funes se acarició suavemente los labios y comenzó su relato:
­"Conocés los métodos que usa la policía para hacer hablar", él me lo dijo, después del interrogatorio. Yo puse cara de no entender y contesté que no, que no los conocía. "Mejor que no los conozcas nunca", nada más dijo. Hay que ser duro para aguantarse un comienzo como ése. Y les puedo asegurar: se acaban los compañeros, los camaradas y todo eso. No queda nada, se está solo. Y hay que proponérselo, simplemente. Es el único sistema, exigirse no decir una sola palabra. Ser fuertes, digamos. Y, fíjense, les puedo asegurar que uno lo hace no para proteger a los otros; ellos, todos, cuando a vos te agarran: bon voyage, arreglate como puedas; si hasta dan ganas de hablar. Por eso digo que es una especie de capricho feroz; prometerse: ni una palabra. Y no hablar. Conmigo al menos pasó asi.
Miró a uno por uno. Luego, como pensando, con los ojos entrecerrados, levantó la cabeza. El silencio era auténtico. Hasta Haroldo, hoy, parecía interesado por el relato. Una breve pausa, y las palabras de Ana María. Se equivocó, fue la señora que por primera vez visitaba su casa quien hizo la pregunta que no debía haber hecho.
­Pero, ¿no dijo nada? ­preguntó.
Nada, compañero, ni una sola palabra. Lo juro: aguanté todo. ¿Ves las marcas?, es porque aguanté todo. No sé cómo me dejaron libre, te juro, no sé; pero aguanté todo. Y era tan fácil hablar, tenés que ver lo fácil que era: con decir un nombre o dos o tres, listo, no te pegaban más. ¿Te das cuenta?: no te pegaban más. Pero yo no dije un solo nombre, ves las marcas, ni uno solo dije. 0 quiza dije uno: Roberto Dubner, Trelles 230, pero para que no me dieran este golpe... ¿Ves? aquí, donde no tengo la marca. Y uno más: Rubén Vela, Las Casas 115; venían con la picana, ¿te das cuenta?, y es difícil aguantar la picana. Sólo dije: Horacio Fresenza, Azara 314, y listo: no me hicieron nada, hasta agua me trajeron. Te juro, los dije sin darme cuenta, solos, con el agua. Raúl Sesarego, Olavarría 1011 y Aída Bruzzi, Patagones 34; y otro poco de agua y basta de golpes ¿ves que no tengo marca?, gracias a Saúl y Jorge Bellini ¿te acordás de los hermanos Bellini?: Nazca 2136, por ellos no tengo marca; yo siempre los quise, estaba seguro de que me iban a ayudar. Es tan fácil, decís un nombre: Antonio Franco, y en seguida te viene el otro: Arturo Taicar, y el otro: Susana Fuentes; son tus compañeros, te están ayudando para que no te peguen más. Y ya no te podés olvidar ninguno, y decís todos: Pech, Ríos, Chari, Robles, Pérez, Tokar, Brinman; todos. Todos me ayudaron, compañero, Guillermo Bornik ¿asi te llamás?, y vivís en General Hornos 213, gracias, vos también me ayudaste. 
­Nada, señora, es cuestión de no decir una sola palabra.
­¿No que ha de ser terrible soportar eso? ­dijo por fin Ana María, en voz muy alta, y con un gesto que abarcaba a todos los reunidos.
­¡Terrible! ­repitió la señora.
Lo terrible es el miedo, compañero. Cuando sabes que estás solo, y te empezás a dar cuenta que un nombre y una dirección, ¿ves que simple?, nada más que eso: un nombre y una dirección, significan dos minutos de descarga eléctrica por todo el cuerpo, o una patada, o un puñetazo; esa misma patada que sabés que va a ser para vos, que te la vas a tener que aguantar vos y que solamente a vos te va a doler. Cuando te empezás a dar cuenta que no podrás aguantar más, que la resistencia del principio fue vencida con nuevas descargas cada vez más potentes. Cuando las palabras de los que te rodean y que sentís lejanas, pero que estan ahí, a tu lado; cuando también las palabras te empiezan a doler y a darte miedo, cuando sabés que con decir uno o dos nombres todo se termina: las palabras y las patadas y esa horrible corriente eléctrica, y viene el agua, o un cigarrillo; cuando sabés todo eso, cuando el miedo o el dolor, o los dos juntos, te hacen olvidar de las tardes de campaña financiera, de reuniones secretas, de tarimas improvisadas en la puerta de cualquier fábrica; cuando sabés que no podrás aguantar un solo golpe más, te juro, todo se te junta, tratás de pedir perdón, y hablás . . .
La puta madre que te parió, Francisco Barreiro.

­Sí ­dijo­, pero se puede resistir. Todo es cuestión de pensar que la fuerza del hombre tiene un límite. Perfecto, también el dolor tiene un límite. Cuando uno sabe que puede soportar hasta ese límite, listo, más que eso no puede doler. La cosa es soportar hasta ahí; después es fácil.
­¡Fácil! habría que ver qué opinan los que torturan ­interrumpió alguien.
Funes, riendo, se dejó caer contra el respaldo del sillón. Dijo:
­Eso se lo tendríamos que preguntar a Francisco Barreiro.
­¿Quién es el propietario de ese nombre? ­preguntó Haroldo; nunca, antes, lo había escuchado.
Y Funes se oyó hablar.
­El que dirigía a los que torturaban ­dijo. El jefe, en una palabra.
La señora nueva, en voz baja, comentó con su esposo la tranquilidad que tenía este hombre para contar ciertas cosas. "Cosas terribles", habló ya fuerte. Pero fue su esposo quien, con una mirada inquisidora preguntó:
­Usted perdone, hasta el nombre conoce. ¿Nunca pensó encontrarlo?; digamos para vengarse, o algo así.
­Siempre pensé que alguna vez me iba a topar con él ­dijo Funes­, pero nunca se me ocurrió buscarlo.
Lo dijo haciendo una mueca maravillada, como de sorpresa; después, miró a Ana María. Ana María apagó el tocadiscos y fue por más café. 

Y ahora es su última oportunidad.
Junto a Funes se ha sentado una vieja con sombrero de plumas verdes. Delante, dos chicas, también con sombreros, charlan animadamente. La hija y una amiga de la hija, piensa mirando de reojo a la vieja, seguro vienen de un casamiento. Barreiro está sentado en la otra fila, cinco asientos más allá. Un guarda de nariz morada y cara de sueño, le acerca un boleto. Después me llevaron a una sala. Y entonces te vi. Y te escuché: era la misma voz que había ordenado más corriente. Tu voz, Barreiro, me dijo que era un hombre libre; que no me quejara: mi cuerpo no tenía una sola marca. ¿Te acordás?, te acercaste para decirme que había sido flojo, que sabías, desde el primer momento, que yo no podría aguantar. ¿Te acordás cómo dijiste?: "estabas blanco, putito"; así, con una sonrisa burlona, lo dijiste; después, en voz muy baja, me gritaste "gallina". Y me escupiste la cara. ¿Te acordás, Barreiro? La vieja del sombrero y las dos chicas bajan en Constitución. Funes, sin saber por qué, mira el boleto que tiene en la mano. Suerte: capicúa. Porque alguna vez te iba a encontrar; ¿ves qué simple? y te iba a seguir, ¿sabés para qué? para escupirte la cara; nada más que para eso, Barreiro. 33533. El calor es insoportable y ya casi no queda nadie en el tranvía. Funes decide vertiginosamente tres últimas maneras de enfrentar a Barreiro y, aunque nunca lo enfrentará, se impone una: cuando se pare, ahí mismo. Claro que el otro lo va a reconocer, esos malditos ­piensa­ tienen memoria de elefante. También piensa que está armado. Baja una pareja. "Y dice que lo hizo en defensa propia, ésa es la excusa. Pero de esta noche no pasa, tengo que hacerlo." El guarda está charlando con el motorman y, salvo el viejito del último asiento, en el coche sólo quedan Funes y Barreiro. "Me reconoce, y estos tiran a matar." Baja el viejo. Ahora es cuando hay que ir, se dice Funes, y decide pararse; la entrada del guarda lo hace volver a su sitio. Mira por la ventanilla y ve una calle completamente mojada, con adoquines de brillo extraño, fantasmagórico. Ve dos camiones petroleros estacionados. Una pareja pasa casi corriendo. Lee: "Prohibido Fumar y Escupir". Comienza a explicarse por qué no hubo grito, al principio, en el hall del cine. "Después de todo ¿qué gano?, si no voy a poder acercarme." El guarda vuelve a charlar cón el motorman. "En cuanto me ve me reconoce, y qué: me hago el héroe conmigo mismo; ¿qué consigo? ¿a ver?" Los camiones quedaron atrás, ahora sólo existe la calle. "La honra, y tres balas en el estómago. Porque tirar, tira; es seguro." Lee: "Capacidad 36 pasajeros", y se convence de que, por lo demás, cada cual tiene el el trabajo que más le gusta. Como aquel hombre da boletos, o ese maneja, o el de más allá vende diarlos, Barreiro hace lo que hace, le pagan para eso. Lee: "Prohibido asomarse o sacar los brazos por la ventanilla", y se sobresalta: Francisco Barreiro, allá adelante, se ha puesto de pie. Funes le clava la mirada en la espalda. Ruega que, por favor, baje por la plataforma delantera; en los tranvías se debe descender por la plataforma delantera y, además, ésa es la única forma de que Barreiro no lo reconozca. Pero a Barreiro le resulta más cómodo bajar por atrás, mientras se acomoda el sombrero queda frente a Funes, que no sabe nada de esto porque, desde hace un rato, eligió el vidrio de la ventanilla con la calle húmeda y los adoquines de brillo extraño. No sabe que Barreiro ha pasado sin mirarlo; lo escucha, si, caminar hacia la puerta y lo imagina bajando. Lee: "Prohibidofumar36pasajerosporlaventanilla", cierra los ojos y, sonriendo, murmura un "no me reconoció"; feliz. Ha quedado solo y sonriente y dentro de muchas cuadras bajará y, después, con impaciencia, buscará un taxi en la calle desierta. El reloj del convento de Santa Felicitas va a sonar dos veces y Funes pensará que todos, en su casa, estarán preocupados por la tardanza. A la reunión de esa noche irá gente nueva y él, como siempre, ha de contarles de qué manera resistio las torturas de la Sección Especial. Pero, para eso, todavía falta una larga media hora.

de Los muertos © 1968.

Un día después (cuento)

Miré una vez más la foto: un rostro juvenil, de ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro. Era una belleza insolente, a mitad de camino entre la inocencia y la perversidad.
­Se llama Mercedes Gasset y va a estar en el hotel Los Faraones, el sábado, al mediodía.
Asentí con un movimiento de cabeza. Me entregaron el cincuenta por ciento de lo pactado y el pasaje de ida y vuelta. Dijeron que confiaban en mi, que el resto lo recibiría al final del trabajo. Asentí otra vez y pregunté si habían pensado en un sitio en especial. Uno de ellos dijo que la Cueva de los Verdes podría ser el lugar adecuado y agregó que no me costaría mucho llevarla hasta ahí. Realmente me tenían confianza. Supe que era hora de despedirse. En un par de días tendría que volar a Lanzarote para encontrarme con Mercedes Gasset.
El vuelo fue tranquilo, debí soportar un compañero de asiento que había resuelto mitigar su soledad, o el miedo a las alturas, contándome el encanto de las Islas Canarias. Le concedí un par de aprobaciones y simulé un sueño reparador. No me interesaban las islas y jamás había estado en Lanzarote, sólo tenía una vaga referencia por un cuento, o cierto capítulo de novela, en donde un hombre se encontraba con una mujer joven, para disfrutar del fin de semana. También yo iba a encontrarme con una mujer joven, pero no iba a disfrutar del fin de semana; iba a matarla.
La vi en el lobby del hotel. Se paseaba de un lado a otro, indecisa; aunque no parecía buscar a nadie. Finalmente se acercó a la barra y pidió un vaso de leche fría. El azabache de su pelo resultaba más inquietante que en la fotografía.
­No es el mejor modo de combatir la ansiedad ­dije.
Me miró; sonrió levemente.
­¿Quién le ha dicho que estoy ansiosa?
­No hay más que verte.
­¿Psicólogo?
­Curioso.
Habíamos roto las barreras. Dijo que se llamaba Patricia; por alguna razón ocultaba su nombre, debía cuidarme. Dijo que era madrileña.
­Uruguayo­mentí.
Establecidas las reglas del juego, entretuvimos la tarde hablando tonterías.
­Si me prometés cambiar la leche por un Rioja digno de nosotros, esta noche cenamos juntos.
­¿Y si no?­preguntó.
­Nos encontraríamos para el café.
­Ya no tengo ansiedad ­dijo y volvió a sonreír­. A las nueve, aquí mismo.
La vi marcharse. Esa muchacha me gustaba más de la cuenta; mi oficio prohíbe ese tipo de gustos. Pensé que un whisky doble expulsaría el mal sentimiento, lo bebí de un trago, pero la muchacha me seguía gustando. Miré la hora, faltaban unos minutos para las siete. Acaso dormir ayudaría. Pedí la llave de mi habitación y ordené que me llamaran a las ocho y media.
Fue puntual, virtud infrecuente en las mujeres jóvenes y bonitas. Caminaba con estudiada despreocupación, usaba un vestido de tela liviana que le acentuaba las formas. Tuve la fantasía de que algunas horas después se lo iba a quitar.
­Magnífica­dije por todo saludo y llamé al barman. Dijo que no iba a beber. Le recordé la promesa; agregó que sólo bebería vino, durante la comida. Parecía una niña obediente; fuimos hacia la mesa.
Elegimos una exquisita carne de ternera, rociada con salsa de champiñones y acompañada de arroz blanco. Supe que en la bodega del hotel había Vega Sicilia y no vacilé: iba a ser su última cena; merecía el mejor de los vinos. Lo gozamos hasta la última gota y sirvió para recrear nuestras mentiras. Dijo que estaba en la isla con el propósito de recoger material para un futuro trabajo acerca de la identidad canaria. Quiso saber de mí. Me inventé una profesión liberal y un desengaño amoroso, dije que no quería hablar ni de una cosa ni de la otra. A la hora del café y el coñac, le confesé que me gustaba más de la cuenta y por primera vez, a lo largo de la noche, estaba diciendo la verdad.
Decidimos que fuese en mi cuarto. Estábamos de pie, junto a la cama y sólo nos iluminaba la luna; se oía el ruido del mar, pero ni la luna ni el mar me importaron: toda mi atención estaba en ese cuerpo magnífico, sin una sola mentira. La comencé a desnudar, con la devoción que se pone en los grandes ritos. Me detuve en sus pechos, pequeños y armoniosos, y los besé lentamente; un imperceptible quejido y el minúsculo vibrar de su piel me hicieron comprender que no había errado el camino. Ahí me quedé. Buscó mi sexo y al rato estábamos desnudos sobre la cama. Cada vez me gustaba más y ella se encargaba de fomentarlo: se acostó sobre mí y me cubrió con una ternura indescriptible, hasta que llegó el momento de las palabras entrecortadas y los pequeños gritos. Era una pena quitar al mundo a una muchacha así; la abracé casi con cariño. Se quedó dormida de inmediato. Estuve mucho tiempo mirando el techo y pensando en esas desarmonías, ajenas a uno, que lamentablemente no tienen arreglo. Recordé a De Quincey: "Si alguien empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente".
Un par de horas más tarde ella abrió los ojos y me dijo algunas cosas que ahora prefiero olvidar. Le pregunté si conocía la Cueva de los Verdes y le propuse una excursión a la mañana siguiente. Dijo que sí. No sabía que estaba firmando su sentencia de muerte.
Un simple estuche de máquina fotográfica fue el refugio ideal para la Beretta 7,65, con silenciador incluido. Tomé un café sin azúcar, de camino a la cueva de los verdes. Habíamos decidido encontrarnos ahí a las diez de la mañana. La descubrí mezclada con un contingente turístico. Seguimos al guía y nos enteramos de que estábamos ingresando en una cueva que, trescientos años atrás, había construido la lava volcánica. Era un túnel que se prolongaba por kilómetros y kilómetros y del que apenas se habían explorado algunos miles de metros.
­Alguna vez fue refugio de los guanches­ dijo a media voz.
­¿Los guanches?
­Los primeros habitantes de la isla­ completó.
"Y ahora será tu tumba", pensé, con dolor. Conseguí que cerrásemos la marcha de los entusiasmados turistas y así anduvimos entre las tinieblas. Algunos temas de Pink Floyd y unas pocas luces de colores, astutamente distribuidas, le daban el toque fantasmagórico que el sitio precisaba. Los hijos de puta de mis clientes habían sabido elegir el lugar: un cadáver podría permanecer ahí por largo tiempo, hasta que el mal olor de su putrefacción lo delatase. Pensé que ese cadáver iba a ser el de Mercedes y sentí un ligero malestar. Decidí terminar el trabajo de una vez por todas y me detuve, con la excusa de ver algo. El contingente siguió su marcha, ignorándonos. Abrí el estuche fotográfico.
­ Aquí no se pueden sacar fotos ­bromeó.
­No pienso sacar fotos ­dije.
La Beretta en mi mano obvió cualquier otro comentario.
­No entiendo ­dijo y había sorpresa en su espanto.
­No es necesario que entiendas ­dije.
­Hay un error ­dijo, casi suplicante­. Tiene que haber un error.
Dije que en estos casos nunca hay errores y apreté el gatillo. Se oyó un sonido corto y seco. Mercedes intentó decir algo, pero todo quedó reducido a un gesto de dolor y desconcierto. En mitad de su frente, casi a la altura de sus cejas, comenzó a bajar un hilo de sangre. Di un paso atrás y vi cómo su bello cuerpo se derrumbaba para siempre. Con ternura la llevé hasta el rincón más escondido de la cueva y la cubrí con cenizas de lava. Me sacudí las manos y la ropa, comprobé que no había señales delatorias y caminé rápido hacia donde estaba el contingente. Habían pasado menos de diez minutos. Nadie reparó en su ausencia: estaban encantados jugando con el eco, una de las maravillas de esa cueva de la muerte.
Los pasos siguientes serían de pura rutina: debía desprenderme del arma y de la documentación fraguada. En Barcelona tendría tiempo de afeitar mi barba tirar a la basura los anteojos de falso documento. Entré en el hotel pensando en una ducha fría. Iba a pedir la llave de mi cuarto, cuando una voz femenina, sus palabras, me enmudecieron.
­Me llamo Mercedes Gasset ­oí­. Hay una reserva a mi nombre. Tenía que haber llegado ayer.
Giré la cabeza y la vi. Ojos grandes, labios sensuales y pelo agresivamente negro: era mi víctima, la real, que llegaba con un día de atraso. Pidió un whisky. Pensé en Patricia, sola en la Cueva de los Verdes, cubierta de ceniza de lava; sentí un odio feroz por esta impostora e imaginé para ella un final innoble e inmediato. Diga lo que diga De Quincey, no hay que dejar las cosas para el día siguiente. Me acerqué y le dije que ése no era el mejor modo de combatir la ansiedad. Sonrió.

de El final de la calle. © 1992 Emecé 

Mañana de Tribunales (cuento)

Qué cara de infeliz, pensó aún dormido y pensó que no era muy original en sus juicios ya que todas las mañanas a esa misma hora y frente a ese mismo espejo pensaba lo mismo. Luego mojarse la cara, que ya no era tan de infeliz, afeitarse, y juzgarla otra vez. Mágicamente había dejado de ser de "infeliz" para convertirse en el triunfante rostro de Barragán, del señor Barragán, del hábil Barragán, del necesario Barragán, del estúpido Barragán que había dejado hervir el café y paciencia habrá que tomarlo así: hervido, aunque no le guste. Un segundo de indecisión: ¿de traje o de sport? mejor de sport: saco de tweed y pantalón gris. Repetirse que primero el pantalón y luego los zapatos y maniobrar el pie para no arrugar los pantalones pero no sacarse los zapatos. Una rápida mirada al departamento: todas las luces apagadas. Salir. Día de sol. Saludar al portero con una sonrisa. Caminar hacia el garaje. Detener la marcha: hoy no en coche, ha decidido ir a pie, casi como paseando. ¿Y la entrevista con la gente de Tartaria? Sonrie muy para él: es una linda mañana y quién le impide caminar hacia el lado de Plaza Francia. De paso pensar un poco en los contratos de Tartaria. No perdonarse el error cometido. Sentarse en un banco para pensar de nuevo en el error, sacar un lápiz dispuesto a hacer los cálculos del caso y de golpe medir la distancia con el lápiz, como cuando dibujaba. Pensar en la maldita cláusula que omitió en el contrato de Tartaria que la pintura la abandonó hace tiempo. Sonríe otra vez: apenas dibujante de publicidad, no exageremos, curso por correspondencia que garantizaba un brillante futuro: en un cuadrito el triunfador frente a su mesa de trabajo, de camisa sport y despeinado, observaba feliz su obra casi terminada; tenía un vaso de whisky en la mano. En el otro cuadrito de nuevo el triunfador, ahora vestido de noche, en una distinguida reunión, también con el vaso de whisky en la mano y rodeado de tres bellas muchachas que lo escuchaban con admiracion. "Un trabajo independiente, lleno de futuro." Y mandé cupón. Y mandó cupón. Se rió. Había sido fácil terminar el curso. Nunca hubo mesa de trabajo o vaso de whisky o reuniones distinguidas o tres muchachas que lo escucharan admiradas. Nunca como dibujante, claro. Que si bien muchachas no abundan, hay y habrá muchísimas reuniones distinguidas y muchísimos litros de whisky. Si lo requiere la empresa y, no olvidemos, Barragán es una figura clave en la empresa, clave aunque omita el inciso "B" de la cláusula quinta del contrato con Tartaria. Entonces por qué pensar en su frustrado (¿frustrado?) porvenir de dibujante y por qué Plaza Francia si la propuesta era caminar como si fuera domingo, sin apuro, no hay nada importante que hacer y uno es chico y llega hasta la Torre de los Ingleses y le pregunta a papá, que está al lado de uno, cómo diablos hacen para darle al reloj, allá arriba, y papá explica y lo lleva a uno, sin apuro, hasta allá arriba y desde allí todo es diferente: de un lado un rompecabezas de vías y trenes que llegan o se van, las vías también parecen llegar o irse; del otro lado los juegos del Parque Retiro. Ya no estaba. Habian construído el Sheraton Hotel. El progreso, piensa, y cruza la plaza buscando una librería. Compra papel y sobre. Ahora a una confitería pues, si omitimos el café hervido que tomó en su casa, todavía no ha desayunado. Y dos medialunas y un té y antes de escribir la carta entretenerse haciendo algunos dibujitos como en sus buenos tiempos, cuando soñaba con ser un triunfador del mañana. Por fin la carta y después carta y dibujos al bolsillo del saco. Las medialunas ricas, el té malo, pagar y caminar hasta el edificio de Tribunales que eso estaba decidido desde hacía bastante rato y no hay por qué demorarse más. Un nuevo interrogante en la esquina de Leandro Alem y Córdoba: ¿Seguir por Alem o subir por 25 de Mayo? Le gusta 25 de Mayo, por ahí una noche él y Jorge, adolescentes y curiosos, con alguna plata en el bolsillo, él y Jorge dueños del mundo y las coperas como esperándolos a él y a Jorge que lo fue a ver el otro día, seguramente después de pedir entrevista porque al señor Barragán hay que solicitarle entrevista, habrá explicado su eficiente secretaria y en la agenda anotó fecha y hora y anotó Jorge y entre paréntesis anotó "amigo" y "amigo" quedaba como el nombre de una empresa comercial que le pedía una cita al importante Barragán que se recuerda sonriendo de todo eso, que se recuerda abrazando a Jorge, que cuánto tiempo, que te acordás de aquella época, la pobre Estela, quién lo iba a decir, que en qué andás, pero che lo bien que se te ve. Y era mentira, por la ropa nomás se notaba que Jorge no andaba bien, por la ropa y esa cara de no entender nada, de encontrar a su amigo el dibujante, ahí metido, en semejante despacho, viste che, y con tantos teléfonos y hasta una pantalla de televisión, circuito cerrado para controlar la producción sin moverse del escritorio, explicó y la hizo funcionar para asombro de Jorge que preguntó si no se aburría de todo eso y con la mano fue haciendo un gesto y "todo eso" de golpe se extendió más allá de la oficina y la fábrica. "No hay tiempo de aburrirse", le explicó. Y efectivamente no había tiempo, que casi no queda para seguir atendiéndolo y mira llamame o te llamo, que ahora tengo que resolver el problema de unos contratos, una metida de pata mía, dijo sonriendo y ya no recuerda a qué había ido su amigo pero recuerda que rompió el papel en donde le había anotado su dirección, que ni tarjeta tenía. Y dónde andará ahora, que hoy podrían encontrarse, en La Taza de Oro, por ejemplo. Aunque esa confitería no es Jorge sino Noemí: feo nombre recuerda y también recuerda que con su nombre dibujó una cabaña y eso a ella le gustaba y él le habló de su soledad y eso le gusta a todas las mujeres y por un tiempo Noemí fue maravillosa e irreemplazable y sonetos con Noemí y planes con Noemí y otro montón de cosas y la alegría de que alguien otra vez lo llamara Enrique. Y el propio presidente del directorio le hizo la advertencia: amigo Barragán ( que para reprenderlo le decía "amigo") cómo pudo cometer semejante error con Tartaria, ahora no podremos retroceder, veremos cómo salir del paso y ya en confianza hablaron del alto cargo que él ocupaba y de los ojos de la empresa que estaban puestos en él y desde ese cargo usted entienda, no se pueden mantener relaciones por lo menos relaciones tan evidentes ­agregó sonrisita burlona­ con una empleada de la casa. Usted me entiende Barragán. Y claro que entiende, como los muñequitos; ante nosotros el maravilloso Carlitos que obedece a todo lo que se ordena. En aquel costado el que le da órdenes a Carlitos. En este otro, disimulado entre la gente, el que mueve los hilos para que Carlitos cumpla y por fin, en el centro: ¡Barragán! Salude Barragán Baile Barragan Hágase el muerto Barragán Salte Barragán Entienda Barragán. Quien no entendió fue Noemí. Decisión de "Sistemas" y "Sistemas" comunica al "Personal" y "Personal" resuelve. Nada podía hacer ¿acaso desautorizar a "Sistemas" y a "Personal"? Imposible, por las sospechas, ¿sabés? Pero que no se preocupe, que él iba a conseguir algo digno de ella, mucho mejor de lo que tenía hasta ahora, que después del viaje a Paraguay, sorpresivo, vos sabés cómo es esto, apenas unos días, trabajo mal pensada trabajo, después del viaje hablarían de eso. Y por tres veces se negó luego del viaje que no hizo. No llamó más, supo comprender, después de todo. Los de Tartaria no iban a comprender. Miró la hora y se divirtió imaginando los gestos de tan altas autoridades. Y sus preguntas. Y sus gestos y sus preguntas después, cuando ni su secretaria pueda explicar semejante decisión. Su eficiente secretaria que todavía logra justificar la demora con una sonrisa, que aunque no es normal que el señor Barragán se retrase hoy quizá tropezó con algún inconveniente y las tres caras de las tres altas personalidades aprobando en silencio sin imaginar que el inconveniente puede ser llegarse hasta Tribunales y antes desayunar en una confitería de Retiro y ahí mismo, después de hacer unos dibujitos, escribir una carta en la que se explica todo, incluso lo del contrato, para que la decisión no sorprenda a nadie. Guardar carta y dibujos en uno de sus bolsillos y comprobar que todavía están, en el preciso momento que entra a Tribunales y es recibido por un montón de caras que no le dicen absolutamente nada, cuerpos que van y vienen igual que las vías de Retiro vistas desde lo alto de la Torre de los Ingleses, pero sin el colorido ni la grandeza de las vías; una muchedumbre gris, impersonal y torpe. Caminar hacia la escalera de Tucumán, dudar unos segundos, después subir. Con Susana a quien nunca quiso y ella tampoco a él, qué necesidad había de mentirse y menos en ese momento: los dos estaban solos y la gente cuando está sola necesita quererse, tiene que quererse para no terminar como él: subiendo por las escaleras de Tribunales y pensando otra vez en Jorge que realmente fue su amigo y quizá ahora esté entre ese montón de gente que se veía desde el cuarto piso, sólo las cabezas, diferentes unas de otras, igual que las impresiones digitales, gran invento argentino que sirve para demostrar que todos somos distintos, que aunque resultemos parecidos cada uno tiene su propia y pequeña individualidad que le permite hacer lo que se le da la gana: confesar todo en una carta y dejar esperando a tipos importantísimos que por mucho que imaginen no podrán imaginar que el señor Barragán, el hábil Barragán, ahora esté subiendo del cuarto al quinto piso sin que le importe un comino la "empresa líder en su tipo". Recortó el aviso y mandó sus datos. Y tiene todo un futuro por delante, fundamentalmente gente joven, y éste será su despacho y dejemos esos ridículos dibujos que gracias a esa labor que hoy comenzaba él estaría por fin con la camisa sport y el vaso de whisky en la mano, igual que en el aviso: rodeado de bellas muchachas o solo con Susana que después de todo había sido su esposa aunque en ese momento era únicamente el rótulo de una carpeta "Gorriti de Barragán, Susana contra Barragán, Enrique Alberto, sobre divorcio", archivada unos pisos más abajo como para darle la razón a papá: que no era mujer para él, dijo papá pero papá llegaba tarde y muchas veces borracho y había que acostarlo, meterlo en la cama como si fuera un chico a pesar de que el chico era él, que hacía lindos dibujos y se los mostraba a su prima de la infancia que también se llamaba Susana y que estuvo con él cuando mamá se fue para siempre y papá que todavía no llegaba tarde ni se emborrachaba le decía que había que ser muy fuerte, que tenía que ser hombrecito y ya mamá no estaba pero tampoco estaba Susana y no estaba su promisorio futuro en la empresa, tampoco estaba Noemí pero él ya estaba en el sexto piso, casi feliz de haber logrado subir. Aún indeciso se acercó al borde del balcón-terraza, la misma indecisión de aquella otra mañana cuando lo acercaron hasta otro borde y alguien lo tomaba de la cintura y lo alzaba, para que le des el último beso. Aquella vez papá decía que había que ser muy hombrecito, la gente estaba al lado de uno y así era mucho más fácil. Ahora, desde el sexto piso, a la gente se la veía muy lejos, allá abajo, toda mezclada, como muchas impresiones digitales juntas, unas sobre otras y entonces se hace difícil saltar, sin nadie que lo alce tomándolo de la cintura. Puso las manos en los bolsillos: descubrió la carta y los dibujos. Rompió todo en pedacitos y los fue tirando por el borde, como papel picado de carnaval. Miró hacia ambos lados, temeroso de que alguien descubriera su travesura, y retrocedió del borde; asustado. Caminó rápido hasta los ascensores. En la planta baja suspiró tranquilo, después consultó la hora: habría que pensar una buena excusa para la gente de Tartaria. Activo otra vez, salió de Tribunales imaginando una historia que pudiera justificar esa mañana perdida.

de Esta noche, reunión en casa. © 1972 Centro Editor de América Latina.

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