Andrés Rivera

 

Tierra de exilio (Fragmento)

Me da algo?
El hombre de setenta años mira a los chicos -cuatro o cinco o seis- que se agolpan frente a la puerta de su casa, que tiritan en la tarde de invierno, y que levantan sus pequeñas caras oscuras y frágiles hacia él, el hombre se setenta años, silencioso y en calma, por primera vez en calma en no sabe cuánto tiempo. Y los chicos, cuyas carnes magras, y cuyos huesos tiritan bajo los pulóveres mugrientos, miran, inmóviles y silenciosos, al hombre de setenta años, después que uno de ellos murmuró, como avergonzado, me da algo, y esperan que el hombre de setenta años vele la luz helada de sus ojos y sea por un largo, largo instante, generoso, y entre a la casa, y se demore otro largo, largo instante, y regrese con seis o siete manzanas rojas y brillantes, las manzanas rojas y brillantes en dos prolijas hileras, de a tres, en una bandeja de cartón, y permita que ellos, que tiritan en la tarde de invierno, contemplen las redondeces de la fruta, el brillo de su piel, la probable consistencia de su carne. Luego, cuando una saliva espesa se les cuele entre los dientes, el hombre de setenta años repartirá su barata caridad, y ellos se dispersarán calle abajo, voraces y silenciosos, la luz del invierno sobre la sombra de sus cuerpos, como los vientos del olvido.

El hombre de setenta años huele la mugre que degrada las, para él, increíblemente delicadas carnes de los chicos; huele la mugre que emana de sus gastadas ropas, y del pelo, negro, chino, suave al tacto, que les cae sobre la frente como una copa invertida.

El hombre de setenta años mira los altos árboles de la calle fortuita, desnudos de verde los altos árboles de la calle fortuita, y mira las paredes de ladrillo de las viejas casas que se precipitan hacia un tajo de cemento que corta la ciudad en dos.

El hombre de setenta años mira las miserias de los inviernos argentinos en una calle del exilio.

El hombre de setenta años mira a Lucas, un muchacho de diecisiete años, vestido con una campera que brilla, roja y verde, en la tarde de invierno, y pantalones negros, anchos, enfundando las largas piernas flacas, y zapatillas blanquísimas, mucha goma y poca tela, en los pies huesudos, sin medias. Mira, el hombre de setenta años, a Lucas, parado detrás del chico que dijo me da algo, los labios torcidos en una mueca petulante y la cara sin barba como si posara para una fotografía que midiese su intrepidez, su desprecio por las hembras lloronas. el hombre de setenta años, que mira cómo se dibuja ese espasmo aterido en la boca de Lucas, mira, también, el Sur.

Mira la acerada superficie de un lago. Mira rectos coiheus. Mira hojas amarillas, una sobre otra, y sobre otra y sobre otra, en los senderos de un bosque. Mira el silencio en los estrechos, oscuros senderos de un bosque. Mira el fragor cordillerano.

El hombre de setenta años mira el silencio de la calle fortuita.

El hombre mira, en el Sur, las breves, rápidas llamas en un hogar de hierro y piedra, y escucha el limpio, aterciopelado golpe de la lluvia en las tejas negras de una cabaña a la que puede volver sin cerrar los ojos.

¿Se dijo el hombre de setenta años, allá, en el Sur, que deseaba que la noche fuese interminable, y que no cesara el golpe aterciopelado de la lluvia en la noche interminable? ¿Se dijo el hombre de setenta años, tan porteño como se lo permitía la ciudad en la que nació, que no hay nombre para el exilio argentino? El hombre que dio la espalda a los chicos que tiritaban frente a la puerta de su casa, entra en la cocina a oscuras. El hombre de setenta años, sentado en una silla negra, en la cocina a oscuras, se pregunta cuánto dura una tarde de invierno.
de Tierra de exilio, Alfaguara, 2000.

El Farmer (Fragmento)

No fumo. No tomo vino ni licor alguno. Ni rapé. No asisto a comidas. No visito a nadie. No recibo visitas: lord Palmerston me visitó siete veces en doce años.

No voy al teatro. No paseo.

Mi ropa es la de un hombre común.

En mis manos y en mi cara se lee, como en un libro abierto, cuál es mi trabajo durante los treinta santos días del mes.

Uso botas.

Mi comida es un pedazo de carne asada. Y mate.

No tengo mujer.

No ando de putas.

Soy un campesino que escribe diez cartas diarias.

Soy un campesino que escribe un Diccionario.

El general Bartolomé Mitre, que pretendió traducir, me dicen, a un poeta blasfemo, declaró que yo fui el representante de los grandes hacendados y jefe militar de los campesinos.

¿Dónde vio campesinos, el general Mitre, en el país que supo darnos España?

Aquí, sí, soy un campesino que toma mate, sentado junto al brasero, que tiene frío, el campesino, sentado junto al brasero.

Soy un campesino, aquí, en el condado de Swanthling, reino de la Gran Bretaña, a dos leguas escasas de Southampton, y a muchas más leguas de las que uno puede imaginar de mis pagos de Monte, la tierra de mis padres, y de los padres de mis padres.

Y si pronuncio mi nombre por estos campos de la desgracia, ¿quién sabrá decir: ahí va un hombre cuyo poder fue más absoluto que el del autócrata ruso, y que el de cualquier gobernante en la tierra?

Soy Juan Manuel de Rosas.




Soy un campesino viejo, que no ha terminado de encanecer. Y que, sentado junto a un brasero, tiene frío. Y toma mate.

Soy, también, un hombre viejo que, sentado junto a un brasero, mira nevar en sus escasas tierras, aquí, en el condado de Swanthling. Y piensa en la muerte.

Nieva en el reino de la Gran Bretaña. Nieva en Escocia. Y en Gales, y en Sussex. Nieva en Irlanda del Norte.

Nieva sobre los muros de París, injuriados por los incendios que levantaron los tullidos y las putas vociferantes de la Comuna.

Nieva en Europa, de los Urales a los Alpes, de Estocolmo a Sicilia.

Nieva en mi corazón.




Descendí a mi cabina que era la del comandante... Me acosté pronto, pero tardé en conciliar el sueño. Llegué con el recuerdo a todas las cosas y todo estaba sin vida y sin calor.




Miro mi cara en el espejo.

Me afeito cada ocho días, bajo este cielo que no es mío.

La navaja corre por mis mejillas: buen filo el de mi navaja.

Mi pulso es, todavía, de hierro.

¿Por qué hay lágrimas en mis ojos? ¿Por qué tiemblan mis labios?

Manuelita me afeitaba, hasta esa medianoche de 1852, los siete días de la semana, sin faltar uno, cuando el reloj daba las 5:30 de la mañana.

Yo no necesitaba espejos.

Yo, que fui el guardián del sueño de los otros.

Yo, de quien la mejor pluma argentina de este siglo, escribió:

Hace el mal sin pasión.

El señor Domingo Faustino Sarmiento escribió, además:

En obsequio a la verdad histórica, nunca hubo gobierno más popular, más deseado ni más bien sostenido por la opinión, y su plebiscito fue la imagen de su triunfo más amplio. ¿Sería acaso que los disidentes no votaron? Nada de eso: no se tiene aún noticia que ciudadano alguno no fuese a votar; los enfermos se levantaron de la cama para ir a dar su asentimiento.

Al señor Sarmiento le falta agregar que el plebiscito se realizó los días 26, 27 y 28 de marzo de 1835 y, por 9.320 votos contra 8, la ciudad y la provincia de Buenos Aires me otorgaron facultades extraordinarias para gobernar.

El Mal, en mi boca y por mi brazo, fue orden y justicia. Lo digo aquí, en tierra extranjera, para quienquiera escucharme, Dios incluido.

El señor Domingo Faustino Sarmiento, que escribió acerca de ese unánime pronunciamiento, no le puso fecha a lo que escribió.

La verdad no vive en el calendario.

El señor Domingo Faustino Sarmiento fue, a veces, la mejor cabeza argentina de este siglo.

Y, ahora, yo, gobernador-propietario de la provincia más extensa y rica de América, de la América española, estoy aquí, en el condado de Swanthling, reino de la Gran Bretaña, afeitado y acurrucado junto a un brasero de hierro inglés, un desconocido para quienquiera que escuche, menos para la Historia. Y menos para mí.




¿Cómo es Buenos Aires, mi general?

Lluviosa como un recuerdo.




¿Qué esperaban que contestara el general Juan Manuel de Rosas, aquí, bajo un cielo que no es el suyo, dueño de una granja de apenas 37 hectáreas, de un rancho que sus vecinos no envidian ni codician, y de 250 pollos y gallinas y conejos, y una docena de cerdos, dos caballos y dos vacas, un toro y una perra joven y en celo?

Ordeñé, bajo este cielo que me será siempre ajeno, las dos vacas, y dejé que sus ubres me calentaran las manos, y dejé mis manos en sus ubres, y dejé que mis manos subieran y bajaran por esa carne caliente y poderosa hasta que mis manos se entibiaron.

Y con mis manos aún tibias les di de comer, y di de comer a los caballos, y les acaricié el cuello, y di de comer a los pollos, las gallinas, los cerdos y los conejos y, cuando terminé de darles de comer, tenía entumecidos los dedos de las manos. Salí a la nieve, y el cielo y el mundo estaban en silencio, oscuros, y sólo había luz en mi rancho, y yo me desabroché la bragueta, y oriné sobre la nieve. Un meo largo y dorado. Fuerte el meo. Casi como el de un caballo. Y vi, en la oscuridad, sobre la nieve, el arco que dibujó la orina caliente. Y me gustó ver cómo humeaba la orina en el arco dorado que dibujó en la nieve.

Quedaron dos o tres gotas de orina en la bragueta. Y otras se me fueron piernas abajo. (A veces, cuando dejo que la perra se me acerque, la perra estira el hocico y me huele la bragueta. Y su nariz se dilata. Y le asoma, entre los dientes, la punta rosada de la lengua. La perra, con el hocico en mi bragueta, gime. Me gusta que gima. La perra sabe que huele el húmedo rastro de la orina de un macho.)

Me abroché la bragueta, y volví al rancho porque se me congelaban los pies dentro de las botas.




Nieva en el reino de la Gran Bretaña.

Nieva desde el mar del Norte hasta el océano Atlántico.

Y yo, hoy, 27 de diciembre de 1871, me senté, con mis 78 años, cerca del brasero, y removí los carbones encendidos del brasero, y pregunté a ningún espejo:

¿Sabe alguien qué es el destierro?

¿Sabe alguien cuántos son veinte años de destierro?

Y ese tal Shakespeare, de quien lord Palmerston me dijo que perpetuó la lengua inglesa para toda una eternidad, ¿cuánto sabe del Bien y del Mal?

¿Cuánto sabe el señor Sarmiento del Bien y del Mal?




Me caliento, sentado junto al brasero. Tomo mate. Espumoso, el mate.



El de mi navaja es un filo que no lastima. Es como el aire de los bosques de Palermo, en invierno. O como el silencio de las calles de Buenos Aires, que yo, guardián del sueño de los otros, recorrí, algunas noches, al paso de mi caballo.

Hay un silencio argentino de las madrugadas.

Y hay un silencio inglés.

Y hay que Manuelita dijo, en alguna hora de contrición y desventura, que no conocería otro hombre como yo. Ni siquiera su marido, que fue paciente, y esperó que la caballería entrerriana del loco y salvaje Urquiza despedazara a mis ejércitos en los campos de Caseros, y yo y Manuelita tuviéramos que refugiarnos en Inglaterra, para montarla a Manuelita, rencoroso e impúdico, noche tras noche, como se monta a una vaca.

Lord Palmerston me dijo, una tarde, en su última visita, que ese tal Shakespeare se inspiró en mi para su King Lear. Así dijo: King Lear. Y rió. Y dijo que me reconoció en el tiempo. Que me reconoció en el tiempo: eso dijo. Y la tarde era de otoño. Y el sol se retiraba, débil, de mis campos. Y lord Palmerston y yo tomamos té.

Lord Palmerston me dijo que el rey Lear tenía tres hijas, y que yo tenía una, Manuelita, y, quizá, demasiados hermanos. Dijo que el rey Lear no tuvo hermanos. Shakespeare, dijo lord Palmerston, no creyó necesario que el rey Lear tuviera hermanos.

Y lord Palmerston dijo que el rey Lear interrogó a sus hijas, cuál de vosotras, decimos, nos ama más. Usted, general Rosas, mi buen amigo, dijo lord Palmerston, es un hombre de suerte: no se formulará, jamás, esa pregunta abominable.



La leña inglesa es cara.

Compro carbón.

Los mineros no son hijos de Dios.

Los mineros espantan a las gentes honradas de los paseos domingueros gritándoles: Go to church!

Los mineros son los más furiosos y demenciales adversarios de la propiedad privada.

Corten las cabezas de los cabecillas de las huelgas en las minas de carbón, escribí a The Times, y clávenlas en las plazas de sus inmundos poblados.

Inglaterra es un país civilizado, como el mío, escribí, y lleva adelante rigurosos actos de orden en sus colonias africanas y asiáticas. La ordenada explotación de esas colonias beneficia a todos los ingleses: a los pobres y a los ricos.

Las minas de carbón (y aun los poblados mineros) son las colonias de la clase pudiente de la Inglaterra insular. Y los beneficios que arroja el trabajo en las minas se distribuyen menos dispendiosamente: eso es comprensible. Pero el orden es uno.

No aguanto el olor a carbón.

Necesito tres mil kilos de leña para soportar el invierno inglés. O más.

Escribir urgente a Buenos Aires.

Viejas barraganas: ustedes me evocan, febriles, codiciosas, crueles, en sus noches de soltería y desamparo. Yo, evocado –yo, el mejor jinete de la provincia, el hombre que mastica un pasto y puede decir, sin equivocarse, quién es el dueño del campo donde crece ese pasto–, les humedezco las bombachas. Paguen por eso, viejas pecadoras. Manden mil libras al año, que no aguanto el olor a carbón.



Los familiares y descendientes del general José María Paz; del Dr. Francisco Narciso Laprida; del coronel Genaro Berón de Astrada; los descendientes del coronel Ambrosio Crámer, muerto en combate; los familiares del general Juan Lavalle; los familiares del teniente Mariano Machado, ejecutado en Buenos Aires; los descendientes del general Manuel Belgrano; los descendientes del guerrero de la Independencia y gobernador de Córdoba, Faustino de Allende; los descendientes de Gregorio Vidal, ejecutado en San Vicente, en noviembre de 1838; los descendientes del comandante Jacinto Machado, ejecutado en Dolores el 22 de marzo de 1840; los descendientes de Domingo Lastra y de su hijo, Domingo Fermín Lastra, ejecutados en Chascomús; los descendientes del mártir de Metán, Don Marco Avellaneda, invitan a la misa que tendrá lugar en la Basílica de la Merced, el 31 de octubre de 1871, a 32 años de la gesta de Los Libres del Sur.

 

de El Farmer, Alfaguara, 1996.

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