Entrevista a Juan José Saer

"A algunos escritores les da vergüenza emocionarse"

Para muchos es el mejor narrador argentino · Conocido por su prosa precisa y estudiada, esta vez habla de los libros que lo emocionan y recuerda cómo se quebró su voz al leer en público poemas de Juan L. Ortiz .

por Hinde Pomeraniec.


Se lo ve algo preocupado y su pesadumbre tiene un nombre, Mabel. Mabel Saer, una de las hermanas mayores de Juan José, sufrió un accidente de tránsito y se fracturó la cadera.

Saer acaba de llegar de Francia, donde vive, y está a punto de viajar a Santa Fe, para verla. Desde el comienzo de esta charla de mediodía, el narrador que muchos consideran el autor argentino contemporáneo más importante, el mismo que trabaja el lenguaje con precisión quirúrgica y consiguió inscribir a fuerza de comas un estilo literario, se interna en un reino improbable: el de la emoción.

—En un cuento de Lugar, su último libro, un viejo astronauta que volvió de la Luna compara ese suelo con el suelo de su pueblo natal: ni más importante ni más misterioso.

—Hay cosas que dejan secuelas psicológicas, pero las que enriquecen verdaderamente son de otro tipo. Yo estoy seguro de que a los astronautas, cuando llegan a la Luna, no les pasa nada. Cuando ocurren cosas fuertes, inesperadas, violentas, uno queda sin reacción. A mí me ha pasado; cosas que tendría que sentir —tanto agradables como desagradables— y por las que no siento absolutamente nada. Simulo todo, por supuesto, alegría y pena... Con el tiempo, uno elabora las cosas y la emoción aparece, pero después, en otro momento.

—Los textos de su libro pueden ser leídos como relatos de viaje.

—En cierto sentido. La idea era que se viese el mundo entero desde una misma perspectiva y que, al mismo tiempo, el lugar se fuera ensanchando y se convirtiera en uno solo. París y Buenos Aires y Santa Fe y la Luna son el mismo lugar. Cada uno lleva sobre sus espaldas el universo entero, lo sepa o no. Porque cada uno lleva consigo la vida, la muerte y una especie de visión universal que lo acompaña siempre.

—Usted ya debe saber cuál de sus libros es el favorito de los lectores.

—El más comentado y el más traducido es El entenado, pero no es mi favorito, desde luego.

—¿Y cuál es su preferido?

Glosa es el que más se parece a lo que yo quería hacer. Pero yo creo que los lectores se encuentran en libros diferentes y, por eso, esas batallas estéticas del tipo "fulano es mejor que mengano" no tienen sentido. Por ejemplo, a mí no me gusta (Vladimir) Nabokov y en cambio me parecen muy emocionantes ciertas escenas del Ulises, de Joyce o de novelas de Faulkner o de Virginia Woolf. El otro día releí El mirón, de Alain Robbe Grillet, y sigue siendo para mí un libro extraordinario, muy inquietante. Claro que si uno le dice a Robbe Grillet que su libro es emocionante, por ahí se enoja. A algunos escritores les da vergüenza emocionarse.

—¿Y a usted lo enoja que la literatura pueda emocionar?

—Durante un viaje reciente a Princeton, en Estados Unidos, nos pidieron a Arturo Carrera y a mí que hiciéramos una pequeña sesión para los alumnos sobre la poesía de Juan L. Ortiz. Arturo leyó sus propios poemas y a mí me tocó leer los de Juanele y, mientras lo hacía, llegó un momento en que la voz se me quebraba. Me provocaba emoción pero me daba un poco de vergüenza, también.

—Es curioso. Al mismo tiempo que se le quiebra la voz al recitar a Juanele, menciona autores experimentales y muy cerebrales para ejemplificar qué lo emociona. Cuando escribe, ¿se emociona?

—Es que la emoción es algo que uno tiene que dosificar, también. Cuando uno escribe, lo hace con toda la pasión pero es siempre la razón la que controla todo. A lo mejor, cuando releo algún poema mío, o algún fragmento...Lo que me emociona a mí es algo muy sensual, es la música de las frases. Para mí, lo que está dicho, está dicho en la música, no en el concepto. Eso es lo que yo quiero hacer, que las frases vayan envolviendo un poco lo esencial para dejarlo caer en el momento justo.

—¿Ese es su trabajo como escritor, trabajar las frases como música?

—Es que yo creo que es así como se puede desanudar la rutina del lenguaje. Sería bueno que los escritores sirvamos aunque sea sólo para eso: para que la técnica y el útil más íntimamente ligado a nosotros mismos, el más utilizado y el más difícil de utilizar, esté siempre afinado y filoso para cuando haya que decir algo esencial.

—Esa sintaxis tan particular en su manera de marcar los silencios, ¿fue una búsqueda desde el principio?

—Y... se fue imponiendo. Al cabo de 40 años, la obra es una cosa tan reducida, finalmente. Porque son veinte libros, o aunque sean cuarenta. Pero cuando vos pensás que ese tipo estuvo toda su vida haciendo eso, yendo, viniendo, amando, perdiendo y ganando cosas, sufriendo, terminás descubriendo que ahí había una unidad total y que aunque quiera hacer algo diferente, siempre le sale lo mismo.

—¿Es algo así como la ley del estilo?

—La ley del estilo y de la perspectiva personal, que hace que el tipo, uno, crea que ése es el mundo y no. Eso es apenas su punto de vista.

—Pablo Toledo, ganador del Premio Novela de Clarín, dijo que usted era uno de sus autores favoritos. Y que, si pudiera, le comería el cerebro con cucharita a ver si le contagia algo. ¿Qué le contesta?

—Si me pudiera ver el cerebro se daría cuenta de que ahí no hay nada.

Domingo 22 de octubre de 2000 © Copyright 1996-2000 Clarín.

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