Sara Gallardo por Leopoldo Brizuela

"La Seria" en los umbrales del misterio

Sara Gallardo, la admirable autora de Los galgos, los galgos, se inventó historias desde la infancia para superar sus vigilias nocturnas pobladas de amenazas. La naturaleza es en sus libros un espejo, que describe con una mirada poética y precisa, como si se retratara. Su vida y su obra estuvieron marcadas por las luces y las sombras, la exaltación y la angustia.

por Leopoldo Brizuela.

Todos los novelistas suelen recordar una escena de infancia que equivale a su segundo nacimiento. A la madrugada, cuando el resto de la familia dormía y en la quinta enorme no quedaba más luz que una palmatoria recién abandonada ante la imagen de un santo, Sara velaba luchando contra el asma. Hasta altas horas, su padre -"un periodista e historiador, apasionado por la naturaleza"- o su madre -"una mujer bellísima, católica e increíblemente fantasiosa"- le habían contado historias "de héroes y de mártires". Y ahora ella se contaba a sí misma aventuras parecidas de las que ella misma era protagonista, como si quisiera conjurar la asfixia a fuerza de imaginarse un futuro.
El apellido de Sara era Gallardo, la quinta se llamaba Gallardo y los cuatro hermanos iban a la escuela Angel Gallardo, que llevaba el nombre de su abuelo naturalista: "un mundo pequeño y muy cerrado -diría ella muchos años después-, asentado en la convicción de que la historia de la patria era un asunto familiar, y que el resto del mundo eran ajenos e invasores." El centro de este pequeño mundo familiar era el primogénito Gui, pequeño cantor de ópera, y es improbable que nadie distinguiera a Sara, "larga como un tallarín con el vestido siempre arrugado", de la pandilla que integraba junto con los dos hermanos menores. Pero la bisabuela, a quien naturalmente le atribuían clarividencia porque era la preferida de su padre, el general Mitre, y había estudiado astronomía y a los ochenta años sólo se levantaba de la cama para mirar por el telescopio que había instalado en su terraza; esa anciana, digo, la había bautizado "la Seria" al verla en la cuna. Y en verdad, en los juegos infantiles Sara tenía, más que una seriedad, un pathos que le venía de sus vigilias nocturnas y de sus lecturas voraces: Dickens, Melville, vidas de santos e "historias de la patria". El fin de la infancia complicó aún más las cosas al convertirla en una "chica feísima: un metro ochenta en doce años de edad y aparatos en los dientes", pero que ya no podía pasar desapercibida. Y la pubertad la obligó a pensar en la vida y en el detestado "mundo femenino" que ella , "centauro, gaucho, sheik o a lo sumo Juana de Arco en mis ensoñaciones", no habría elegido nunca para sí.

Por esa época, a principios de los años 40, el padre recibió una herencia y compró un campo en el legendario pago de Libres del Sur. "¿Pero estás loco?", le decían sus amigos. "¡Ese campo está lleno de bañados!" "Compré por el bañado", respondía el padre, en una reivindicación de la pura belleza que nadie comprendió. Desde el primer día Sara Gallardo se acogió en aquel confín como en un templo. Y ella, que se creía esencialmente distinta del resto del mundo, empezó a reconocerse a sí misma en cada junco, en cada garza, en el brillo de las olas del bañado o en las nubes que "improvisaban todas las formas del universo" y aun en las ruinas de un antiguo puesto destruido por el último malón, o en el cañoncito que un día descubrió oxidándose entre el pasto. Eran los materiales con que sus tatarabuelos, los fundadores del "pequeño mundo" y de un proyecto de país hoy amenazado por "invasores", habían formado sus historias, esas historias que Sara escuchaba desde chica y de las que era personaje y continuación. Y poco a poco comprendió que si no quería que este exilio en el confín fuera sólo negación, locura, demencia, debía usar su vieja costumbre de contarse cuentos para contar la historia con una voz nueva, para modificarla. Una voz que consiguiera señalar, en fin, los límites, los umbrales del Misterio.

Entonces comenzó a escribir. Enero, la novela que concibió a los veinte años, escribió a los veintitrés y tuvo escondida varios años más, cuenta la historia de Nefer, una adolescente tan distinta de S. G. como imaginarse pueda. Nefer es la hija adolescente de un puestero de Libres del Sur que, al quedar embarazada y ser obligada a casarse, se descubre entrampada en unas leyes sociales tan injustas y a la vez tan sólidas que ni siquiera le permiten imaginar cómo podría violarlas. Y su propia infelicidad hace obvia cualquier denuncia.

Enero importa por la ruptura radical con la tradición literaria: en su sencillez y su austeridad, en su melancolía y en su falta de énfasis, está tan lejos del criollismo como de la retórica de las crónicas militares, de la parodización "gauchesca" y de las idealizaciones a lo Güiraldes como del patetismo populista. Pero acaso lo más innovador de la novela está en su tratamiento del paisaje. En rigor de verdad, Gallardo no "describe" la llanura: sus elementos aparecen naturalmente en la vivencia de los personajes, su inmenso silencio es el mismo que flota en las entrelíneas, sugiriendo una angustia metafísica de un modo mucho más cercano a la actitud extática, rebelde y recogida de un Juan L. Ortiz que de cualquier otro narrador contemporáneo.

Como sea, por la época de la publicación de Enero, 1958, Sara Gallardo se decía demasiado ocupada "en luchar a brazo partido contra el aislamiento esencial de mi persona" para prestar atención a la repercusión de su obra. Poco tiempo atrás se había casado con Luis Pico Estrada, también escritor, con quien tuvo tres hijos: Delfina, "que vivió poco", Paula y Agustín. La agitada Buenos Aires de aquellos años, a cuya vida social empezaba por fin a integrarse rompiendo el círculo del "pequeño mundo", se refleja en una segunda novela, Pantalones azules (1962), que narra los amores de un adolescente de la oligarquía y filonazi con una chica judía que parte a instalarse en un kibbutz israelí. Sara Gallardo siempre fue demasiado dura con esa novela, acaso porque, más allá de los aciertos parciales de su estilo y de la afirmación de un tono personal ya inconfundible, es en verdad su libro más convencional.

A mediados de la década comienza a trabajar en las revistas del Nuevo Periodismo. Las principales conquistas de Sara Gallardo en el ejercicio del periodismo (una libertad formal nueva, un humor y al mismo tiempo una gran ambición y osadía en la pintura de su clase social) se evidencian ya en Los galgos, los galgos (1968), el libro que la consagra ante el público y que recibe el Premio Municipal de Buenos Aires y el de Necochea. Se trata de la historia de Julián, un joven que hereda un campo y huye a él "a montar un establecimiento rural", para el que no posee ni formación ni voluntad verdadera, y "a vivir casi a escondidas un amor más o menos prohibido". A diferencia de Borges, ese "hidalgo pobre" tan empeñoso en la enumeración de sus ancestros y tan nostálgico de su destino militar, Julián no necesita reivindicar sus antepasados, porque los lleva "en su propia constitución"; por diferente que él mismo se crea, su fracaso también es de ellos y la única salvación de los personajes está en la contemplación de la naturaleza y de su misterio.

Sin embargo, según Sara Gallardo lo sugiere, acaso el mejor regalo del periodismo sean los viajes por toda América latina y en especial, un día que su breve autobiografía señala casi como un tercer nacimiento, un viaje a Salta por pedido propio. Y no a la capital "señorona y notoriamente hispánica" que la recibe llamándola "niña" en la figura jocosa y patriarcal de Manuel J. Castilla, sino más allá, adonde terminan la luz eléctrica y el recorrido de los ómnibus destartalados y el río Bermejo la adentra en el Impenetrable. ¿Pero está loca, Sara?, podrían haberle preguntado. ¿A qué ir allí si no hay más que hay indios? Voy por los indios, podría haber respondido ella. Cuando ya los caminos de su primera obra parecían haberse agotado, iba a buscar al borde de la cultura una lección que le permitiera nombrar todo lo que aún callaba en sí.

Pero ¿qué puede haberle enseñado un indio mataco a aquella mujer porteña en la mitad de la vida? ¿Qué clave le reveló para que de vuelta en Buenos Aires ella escribiera, como en trance, dos libros tan grandes y esplendorosamente americanos como la novela Eisejuaz (1971) y el libro de cuentos El país del humo (1977). Después de un largo trabajo de desprejuicio, Gallardo habrá percibido que las particularidades del habla del indio no eran "errores", como hubieran dicho las academias y los diversos estratos de poder en que éstas se asientan, sino transgresiones voluntarias, violencias infligidas a la lengua castellana, la lengua de los poderosos, para que logre nombrar las cosas que nunca ha nombrado o ha relegado al silencio. Cosas, quizás, que el indio habría podido decir en su lengua aborigen, pero que no podía nombrar "en mataco" si quería comunicarse con "la Seria". Así, aquel nuevo "maestro secreto" le transmitió a Sara la pasión de dejar hablar al salvaje que ella llevaba en sí, aquel que la cultura había mantenido sufriendo a solas y en silencio desde el secreto de sus noches de infancia.

De vuelta en Buenos Aires -corre el año 1969- Sara Gallardo creó a Eisejuaz, un indio del Chaco salteño que emprende un delirante y conmovedor camino hacia la propia santidad. Pero el personaje es ante todo la herramienta para inventar un habla deslumbrante que combina palabras del vocabulario norteño con imágenes y figuras de la poesía de la vanguardia, fragmentos de inspiración bíblica con obvias herencias de Juan Rulfo, Clarice Lispector o Silvina Ocampo, recursos que naturalmente fuerzan hasta desdibujarlas las características tradicionales del género novela. Terminado Eisejuaz, el habla de su personaje "se me pegó como voz propia", y es ese narrador espléndido y rebelde el que cuenta los textos de El país del humo, protagonizados por seres siempre insólitos, marginales y solitarios: desde Claudio Crespi, el linotipista que lee el futuro en las nubes, hasta el simple cantero de césped de una plaza; desde las ratas que huyen de la demolición de la avenida Nueve de Julio hasta las treinta y tres esposas del Cacique Calfucurá; desde el legendario Caballo Que Canta hasta la monja que atiende sin esperanza a la "niña oveja" en una Misión Salesiana y que sólo espera, al llegar al Paraíso, oír "su balido" como gesto de bienvenida.

La belleza, la intensidad, la "gloria del mundo" que exponen ambos libros hacen difícil imaginar lo que ella misma confiesa: "por aquellos años empezaba mi calvario"; una crisis durísima y radical que, a la muerte de su segundo esposo, Héctor A. Murena, sume a Sara Gallardo en un silencio literario casi definitivo, porque cuestiona las propias raíces de su imaginación. Las razones son claras. Más allá del dolor de la pérdida y del cese de un diálogo intelectual muy nutricio para ambos esposos, es obvio que las circunstancias de aquella muerte en cierto modo anunciada (tal como ella misma las expone en el cuento "Un solitario" y en varias entrevistas posteriores) cuestionaron la imagen que Sara Gallardo se había hecho de sí misma desde la propia infancia. Y al mismo tiempo, una mezcla de dolor y frustración le impedía imaginar una vida nueva.

Era la pura tragedia de sentirse tironeada por reclamos opuestos, que no podía desoír y cuya naturaleza benéfica o maléfica no acierta a develar. Si aquella niña había soñado "empuñar la vida, como los héroes y los mártires, para algo más importante que la vida misma" y "se había jugado por el amor", como por la literatura, en estos términos absolutos, la experiencia amorosa le había confirmado "el aislamiento esencial de mi persona", y la había hecho definir también así, como "Un solitario" a la persona con que se sentía "ligada eternamente". Un día, hojeando por casualidad Eisejuaz, leyó una frase y vio en ella un presagio: "un animal solitario se come a sí mismo"; entonces comenzaron sus largos viajes sin destino, símbolos externos, como sugiere Gambaro, de alguien que huía de sí, primero a Córdoba, donde Mujica Lainez la acoge "como una cuneta acoge a un perro apaleado"; luego a Barcelona, con sus tres hijos, una perra galga y el lavarropas. Después a Roma y por fin a un remoto pueblo de Suiza, donde se recluye sola en una cabaña con Sebastián Alvarez Murena, su hijo menor. Desde allí escribe contradictoriamente: "Estoy muy ocupada haciendo todo lo que no hice, aprendiendo todo lo que no sé" y a la vez, "ya viví todo lo que me interesaba vivir". Tiene apenas cincuenta años. Afuera, como en uno de sus cuentos, el viento borra las huellas de sus pasos en la nieve.

Ante el lecho de muerte de Italo Calvino, la narradora Natalia Ginzburg bendecía que su amigo en su delirio creyera ver ciudades invisibles, vizcondes demediados, cartas de tarot. Porque hay justicia en esa fidelidad al propio imaginario, que de pronto se revela secretamente idéntico a la Creación, al universo. Acaso llevada por una intuición idéntica, la escritora Elena Vinelli remarca en un ensayo que, en 1988, durante un inesperado viaje a Buenos Aires y en un ataque de asma, Sara Gallardo "murió en brazos de los suyos". Como si todos los que escriben buscaran, al fin y al cabo, ese abrazo que nos ayuda a soportar la develación del Misterio final.

Pero hoy, ante el Secreto, los textos de Sara Gallardo siguen abrazándonos como la propia memoria de la estirpe humana. Sus cuentos, sus novelas, y esta frase: "Las personas que conocen los sabores de la vida, qué felices aunque sufran. Mi bisabuela era de ésas." Sara Gallardo, "la Seria", también era de ésas.

 

Por Leopoldo Brizuela
Para LA NACION - Villa Elisa, 2002
.
 

© La Nación. Nota del miércoles 6 de febrero de 2002

última modificación -