Adiós a Don Juan

A los 105 años murió el escritor cordobés Juan Filloy

Fue un vanguardista, admirado por Borges y Cortázar · Publicó más de 50 libros · También fue boxeador y juez de Paz · Decía ser un socialista sin militancia partidaria · Participó de la Reforma Universitaria de 1918

por Eduardo Pogoriles.


Con mucho humor, Juan Filloy decía: "Yo no pienso morirme hasta haber pasado el año 2000, quiero ser un hombre de tres siglos, quiero llegar aunque sea gateando". Hasta la tarde de ayer había cumplido su promesa, a lo mejor por eso murió tranquilamente mientras dormía la siesta en su casa del barrio Nueva Córdoba, después de haber vivido mucho y bien.
Fue un escritor vanguardista que cultivó la burla elegante en sus poemas y novelas —es autor de 55 libros—, además de boxeador, juez de paz durante 40 años en Río Cuarto, fanático hincha de Talleres de Córdoba y muchas cosas más. Julio Cortázar reconoció su influencia en Rayuela, homenajeándolo por la novela Op Oloop, que Filloy publicó en 1934 y fue acusada de pornográfica por el intendente porteño de esa época. Juan José Saer es otro de los que aceptaron la influencia de Filloy, mientras que Jorge Luis Borges también estuvo entre sus admiradores.
La muerte no sorprendió a Filloy. La semana pasada había sido internado en el Hospital Privado de Córdoba por una descompensación respiratoria. Luego lo trasladaron a su departamento de la calle Buenos Aires, para esperar el final. Allí lo cuidaba su hija Monique, que vive en el mismo edificio, con dos nietos del escritor.
Al velatorio, que se hizo en una cochería céntrica de la avenida General Paz, se acercaron anoche todos los nombres de la cultura cordobesa. Es que Filloy era el hijo literario más famoso de la provincia. Hoy será enterrado en el cementerio San Jerónimo, donde se espera la presencia de autoridades políticas de Córdoba encabezadas por el gobernador, José Manuel de la Sota.
Juan Filloy decía ser "un socialista sin militancia partidaria" que participó en la Reforma Universitaria de 1918. Como muchos, sufrió los atropellos de la última dictadura militar. Tenía más de 80 años en 1976 cuando su novela Vil y vil —publicada en 1975— fue prohibida por la junta militar. Lo interrogaron en un cuartel de Río Cuarto durante horas, para soltarlo porque habló solamente de literatura.
Había nacido el 1° de agosto de 1894; su madre era una campesina francesa de Toulouse, Dominique Grange, que se ganaba la vida como lavandera y curandera. Su padre era Benito Filloy, un campesino español de Pontevedra. Se habían instalado con un almacén de ramos generales en el año 1888 en el barrio General Paz de Córdoba. Los dos eran analfabetos, pero lucharon para que el pequeño Juan pudiera ir a la escuela.
Se recibió de abogado en la Universidad de Córdoba y se fue a Río Cuarto, donde conoció a Paulina Warshawsky: "Nadie nos daba más de quince días juntos, nos conocimos la tarde de un viernes, nos pusimos de novios el sábado, nos comprometimos el domingo y nos casamos el lunes". Con ella tuvo dos hijos, Hernán y Monique. Paulina murió en 1986.
Aunque Cortázar opinaba que Filloy era "uno de los mejores escritores en habla hispana", los críticos lo ignoraron al menos hasta la década de 1990 cuando ganó un premio nacional de literatura. Se enorgullecía de ser "el campeón mundial de palíndromos" —son frases que se pueden leer tanto al revés como al derecho y tienen sentido— tratando de demostrarlo en su libro Karcino.
El crítico holandés Peter Venmans escribió, a propósito de la traducción de Op Oloop aparecida en Holanda en 1997, que el estilo de Filloy es "de una ironía superior, precioso, pedante, lleno de palabras alambicadas y hallazgos literarios que parecían imposibles".
Lo cierto es que novelas como Caterva y La Potra, entre muchas otras, le ganaron la admiración y también el silencio incomprensible. Losada reeditó Op Oloop en 1997. Posiblemente ahora, una nueva generación de lectores empiece a descubrir a este cordobés universal.

Domingo 16 de julio de 2000. © Copyright Clarín digital.

Filloy fue un creador inagotable

El escritor y abogado cordobés, de estilo libre y provocador, falleció ayer en Córdoba
Participó en la Reforma Universitaria de 1918 y escribió cuentos y poesías. Casi todos sus títulos tienen siete letras. Fue juez y un personaje célebre en su provincia

Tres siglos: nació en 1894 y dentro de dos semanas hubiera cumplido 106 años

Llamado alguna vez "el escritor escondido", por no figurar en el centro del escenario de las letras argentinas, la vida le dio el don de la perseverancia y le permitió ganar la batalla contra el tiempo. El reconocimiento le llegó con los años, pero ello no desmerece su fecunda producción literaria, elogiada por críticos y lectores.
El escritor argentino Juan Filloy murió ayer por la tarde en el departamento que habitaba en la ciudad de Córdoba; apenas le faltaban dos semanas para cumplir 106 años, el 1º de agosto.
Para la historia quedará el hecho anecdótico de haber sido el "escritor de tres siglos", pues nació en el XIX, recorrió todo el XX y entró "caminando" en el XXI, con una lucidez y memoria de la que dieron cuenta sus últimas apariciones públicas. Durante sesenta años fue colaborador de La Nación, en cuyo suplemento literario escribió, en los años 80, su columna "Bitácora del humor vagabundo".
El velatorio de sus restos se inició anoche en la capital cordobesa y hoy, a las 10.30, serán inhumados en el cementerio San Jerónimo, en el barrio de Alberdi.


Sin propósitos


La mayor parte de la larga vida de Juan Filloy transcurrió en Río Cuarto. Había nacido en la capital cordobesa el 1º de agosto de 1894. Identificado con la provincia, se desempeñó como abogado, defensor de presos y pobres, fiscal, juez y camarista. El contacto con gente de muy diversa condición y hábitos lo familiarizó con una suerte de picaresca que supo revivir en algunos de sus libros.
"La vida literaria -declaró una vez a un periodista- es muy agradable tomada como yo la tomo, sin propósitos venales de ninguna especie", con prescindencia del lector, el editor y la crítica. "Yo escribo lo que me da la gana. Yo escribo siempre." Y así publicó unos cuarenta volúmenes de llamativa originalidad.
Desenfadado, zafado en ocasiones y hasta grosero, pero también lírico, afecto a cierta retórica utilizada con solapada ironía y a juegos de su ingenio, Filloy forjó sus libros al margen de las modas y a veces anticipándolas. Se lo ha señalado como iniciador del objetivismo (él prefería llamarlo objetismo), la escuela francesa del Nouveau Roman, muy notoria entre las décadas de los 50 y de los 60.
"Los libros míos nunca han tenido gran repercusión en las secciones literarias porque no eran mandados por las editoriales", comentó hace dos meses, en una entrevista realizada en su casa por La Nación, al recordar que él publicaba ediciones de 200 ejemplares, "porque era lo único para lo que me alcanzaba".
Su primer texto literario apareció en 1910 -cuando tenía 14 años- en una revista que dirigía Horacio Quiroga; dos años después dibujó una caricatura de Theodore Roosevelt, presidente de los Estados Unidos, en La Voz del Interior.
Su inclinación a las letras no disminuía su compromiso político. Participó activamente en la Reforma Universitaria, surgida en la Universidad de Córdoba en 1918, y ese mismo año intervino en la fundación del club Talleres. Al año siguiente se recibió de abogado en La Docta.


Su obra


A partir de 1930 aparecieron sus primeros libros publicados: "Periplo" (1931), resultado de un viaje a Medio Oriente; "¡Estafen!" (1932), novela vinculada con sus experiencias curialescas; "Balumba" (1933), con poemas; "Op Oloop" (1934), entre las mejores consideradas de sus novelas; "Aquende" (1936), geografía poética de la Argentina; "Caterva" (1937), de la misma especie literaria; "Finesse" (1939), poemas en prosa; todos títulos de siete letras, como los del resto de su obra.
Desde esa primera etapa fecunda hasta "Vil & Vil", novela; "Tal cual", cuentos; "Ifnitus", tragedia; "Jjasond" y "Usaland", viajes; "Yo, yo y yo", "Urrumpta", historia de Río Cuarto y su región, y "Karcino", tratado de palindromía, esto es, sobre los palíndromos o frases capicúas, Filloy no cejó en su propósito de escribir siempre.
Acuñó más de seis mil palíndromos: "No di mi decoro, cedí mi don", "dábale arroz a la zorra el abad", "ateo por Arabia iba raro poeta", son muestras del gusto de Filloy por esos experimentos idiomáticos.
Con motivo de "Periplo", su primer libro, Aníbal Ponce lo proclamó "el bien venido de las letras nacionales". Alfonso Reyes escribió que Juan Filloy es "el progenitor de una nueva literatura americana". Pero hasta 1967, cuando se reeditaron "¡Estafen!" y "Op Oloop" en una colección dirigida por Bernardo Verbitsky, sus libros aparecían por cuenta del autor en ediciones de 500 ejemplares: los "Cuadernos de Juan Filloy".
La carrera judicial la ejerció con firme responsabilidad. Durante el primer gobierno peronista fue dejado cesante como juez por negarse a la "sugerencia" de un senador que quiso "orientarlo" en un juicio. Reincorporado por el gobierno de la Revolución Libertadora, en 1964 alcanzó la presidencia de la Cámara Federal de Apelaciones, cargo en el que se jubiló.
En las últimas décadas llegaron las distinciones. La Academia Argentina de Letras lo nombró miembro correspondiente, la Sociedad Argentina de Escritores le otorgó el Gran Premio de Honor de 1971 y el PEN Club destacó sus méritos.
Entre sus novelas sobresale "Op Oloop", cuyo protagonista, Optimus Oloop, hombre metódico, dado a las estadísticas, choca duramente con la realidad, enloquece y muere. Lo ensayístico y lo poemático irrumpen en este como en otros relatos de Filloy.
Fiel siempre a Río Cuarto, fundó allí en 1933 el Museo de Bellas Artes y ejerció su dirección ad honórem. Recuerdos de su vida, con testimonios personales, manuscritos y primeras ediciones de libros fueron expuestos hasta hace dos semanas en la Biblioteca Nacional, que le tributó un homenaje en vida.

 

Domingo 16 de julio de 2000. © Copyright La Nación.

Don Juan contra la máquina del tiempo

por Mempo Giardinelli

 

Y bueno, no podía ser eterno. Evidentemente la máquina del tiempo también a él, algún día, iba a cambiarlo de vía. Don Juan apreciaba a Wells, y yo sé que le hubiera agradado esta idea: que la muerte, para un incansable caminador como él, no es sino un cambio de vía, una vereda más. Muchas veces charlamos acerca de cómo se imaginaba él su final, y digo “final” porque para Don Juan, agnóstico inclaudicable, todo lo que estuviera más allá de éste, nuestro tránsito terrenal, era, a lo sumo, una interesante materia novelable. Y él sencillamente no se lo imaginaba. La muerte, para él, acabó siendo una certeza con la cual practicaba la rara esgrima de demorarla. Y no era él un rival de poca valía: esgrimista y boxeador en su juventud, lo que más destacaba a este hombre colosal era su espíritu combativo. Quizá por eso se aferró tanto a la vida, con tenacidad ejemplar. De gallo de pelea. De león incansable (de hecho fue un leonino cabal: el próximo primero de agosto hubiera cumplido 106 años).
Provenía de una familia de longevos: el viejo gallego que fue su padre (de ahí que su apellido –repetía– se pronuncia “fiyoy” y no “filoy” a la manera irlandesa) y su madre vasco-francesa bordearon ambos los noventa años, y a los noventa llegaron varios de sus hermanos. Así fue todo en su vida: extenso y metódico. Se jactaba de los kilómetros diarios que nadó mientras pudo, de los que caminó hasta pasados los cien años, de las páginas que escribía a diario y de las que llevaba prolija cuenta, de la botella de vino tinto que bebió cada día entre almuerzo y cena, de su lentitud para masticar y así aliviar sus tripas y hasta de sus recursos intelectuales para soportar el frío y las emociones, “esos enemigos de la vejez”, como definía. 
“La vida nunca es temible si uno la sabe vivir”, era una de sus máximas. Y a la manera de su memorable personaje Optimus (una de las más formidables criaturas de la literatura argentina del siglo XX), don Juan también fue un metódico, un obsesivo del orden, el conocimiento y la probidad.
Mientras escribo estas líneas ignoro cómo ha sido su muerte, ni cómo pasó sus últimos días. Pero sé cómo fue su vida: dechado de virtudes, colección de ideas brillantes, simposio de la mejor literatura y caprichoso pendolista incesante: estoy seguro de que hasta el último día estuvo escribiendo. Prolífico como pocos –por la cantidad de novelas es, para mí, una especie de Balzac argentino–, no hubo género que no frecuentara ni estilo que no haya intentado. Escribió tantos sonetos como Góngora y Quevedo, y además sonetos perfectos. Autodeclarado “campeón mundial de palindromos”, también escribió teatro, ensayo, cuento. Verdadera enciclopedia viviente, don Juan fue uno de los hombres más eruditos y cultos de la Argentina. Desenfadado e irónico, humorista implacable, en su obra la parodia y la mordacidad resultaron estilo.
Paradójicamente, sobre mi escritorio está –sin contestar aún– la última de sus cartas, fechada en Córdoba a finales de junio pasado. Su letra de perito calígrafo, deformada ya por un siglo de trajín pero perfectamente legible, me trae ahí su risa exultante y su comentario irónico sobre la paradoja de que se le acumulen tantos homenajes justo cuando ya no está en condiciones de asistir a ellos.
Los muchachos del diario me han dado la noticia y me urgen el cierre de estas letras, en un domingo todo sol radiante sobre el río Paraná. De repente, y por un instante, siento que todo se oscurece. Hasta que releo esta última carta, reviso el mazo de las que cambiamos durante quince años, y me digo que todo está bien, que es lo que él me y nos hubiese dicho. Después de todo, logró lo que más quería en los últimos años: llegar al año 2000 y ser un hombre de tres siglos. Antes de llamar a Monique y saludar a la familia, ya sé que todo está bien y que don Juan noha muerto: apenas se cambió de vía y seguirá con nosotros. Todo está bien, me digo y repito para no llorar: quizá ahora él empiece a tener el lugar que la literatura argentina le escamoteó durante setenta años y yo he tenido el inmenso privilegio y el honor de ser su amigo. Todo está bien. Salud, don Juan, esté donde esté.

Lunes 17 de julio de 2000. © Copyright Página/12.

El escritor de los tres siglos 

Repercusiones de la muerte de Juan Filloy

 

Aunque nunca fue masivo, su estilo corrosivo y vanguardista fue reconocido por buena parte de sus colegas, entre ellos, Borges y Cortázar. 

por Guillermo Piro

 

Escribir sobre Juan Filloy es tan paradójico como él mismo: un autor a quien se conoce mucho menos de lo que exigiría su importancia, y que al mismo tiempo ha despertado mayor atención y notoriedad en Holanda, por ejemplo, de lo que parecía permitir su postura de eremita en su casa de la ciudad de Córdoba. En realidad, Juan Filloy vivió dedicado casi monomaníacamente a la lectura y a la escritura. El sábado por la tarde murió en su ciudad natal. Había nacido el 1º de agosto de 1894. 
Toda la obra de Filloy es una poderosa mezcla de vida y literatura, un alcohol poderoso destilado literariamente, una droga decididamente embriagadora e incluso desabrida para algunos catadores timoratos o distraídos. Ahora Juan Filloy está muerto. Sus libros nunca fueron best sellers, aunque hayan pasado de una aceptación lenta a alguna que otra reedición. Desde el sensacionalismo que acompañó la publicación de Op Oloop, en 1934, acusada de pornográfica por el intendente porteño de entonces, a Filloy no le ha faltado la atención de la crítica. A decir verdad, gran parte del interés sólo ha sido periodístico. La crítica académica, que durante largo tiempo ignoró a este elefante de las letras, ha producido escasos estudios doctos. Algunas (pocas) de sus obras todavía pueden encontrarse en mesas de saldos (reediciones de la citada Op Oloop y ¡Estafen!, publicadas en 1967 por la editorial Paidós en una colección dirigida por Bernardo Verbitsky). Filloy merece atención como escritor de prosa innovadora y desafiante, que puede todavía ejercer una significativa influencia lingüística y estilística.
Filloy estudió abogacía en la Universidad de Córdoba. Su egreso como abogado coincidió con la Reforma Universitaria de 1918. Compartió su profesión de abogado y magistrado con la escritura de novelas y poesías. Publicó, entre muchas otras, las siguientes obras: Periplo (1931), Balumba (1933), Aquende (1936), Caterva (1937), Finesse (1939), Vil & Vil (1975, novela prohibida por la junta militar, lo que le valió un interrogatorio que duró horas, durante las cuales no habló de otra cosa que no fuera literatura). Todos los títulos de sus obras constan de sólo siete letras, una restricción mágica y a la vez humorística con la que intentó diferenciarse de la fauna literaria que lo rodeaba. 
Su experiencia como jurista le sirvió de caldo de cultivo para su novela ¡Estafen!, con la que se propuso atacar el orden social. En ella, un concepto como el de “justicia” sufre una inversión. Su protagonista, el Estafador, posee una idea de libertad un tanto infantil, elemental, pero por eso mismo verdadera: para él ser libre equivale a hacer lo que uno quiera cuando le viene la gana. Op Oloop, quizá su obra más lograda, no hace más que entablar un juego idiomático fluido y versátil. Su personaje, sin exageración, podría definirse como uno de los más sugestivos de la novelística argentina de este siglo. Se trata de Optimus Oloop, estadígrafo, epicúreo, extremadamente culto, inclinado a las matemáticas y a las estadísticas, pulcro, metódico, enamorado de un ideal platónico. Optimus se enfrenta con el mundo que lo rodea, mundo que lo conduce a la locura y la muerte. 
Como narrador es atípico, en el sentido de que para él lo importante no era sólo “redactar”: Filloy buscaba lo insólito a toda costa, porque lo insólito no es más que una convención, y creía que, tras esa convención, había que regresar, también a toda costa, a una verdad. Si a veces se perdía en digresiones buscando la locura detrás del realismo, lo hacía porque para él la única manera de redescubrir el verdadero rostro del realismo era encontrándolo detrás de la locura. Su único propósito parece haber sido amenazar nuestro equilibrio. Cuando se piensa que muchas de sus obras aparecieron durante la década del 30, época en que la literatura argentina no ofrece muchos ejemplos ni remotamente similares, se comprende la influencia que habría ejercido en autores como Marechal y Cortázar, a quienes se anticipó en la construcción de sus novelas, en el humor corrosivo y en la libre utilización del habla de todos los días.
Dentro de 20 años (que parece ser en Argentina el tiempo estipulado, después de la muerte de un autor, para valorar sus méritos), cuando todas sus obras se hayan reeditado, será el momento de comprobar si los calificativos de “maestro”, “creador inagotable”, “hombre de tres siglos”, hacen o no de pantalla a un hecho triste e irremediable: pocos lo han leído.

Lunes 17 de julio de 2000. © Copyright Página/12.

última modificación -