Ellos opinan sobre Borges

Umberto Eco
"El nombre de la rosa", mi reconocimiento especial

Recuerdo que tenía 22 o 23 años cuando se publicó por primera vez Ficciones. Se habían hecho unas 500 copias, prácticamente nadie se había dado cuenta. Entonces vino un poeta italiano (¿Sergio Sogni?), que me dijo: "Lea este libro. Es de un argentino que nadie conoce aquí". Me enloqueció. Me pasaba noches y noches leyéndoselo a mis amigos. Me reconocí de inmediato en Borges. Fue un amor a primera vista. Desde mi juventud, cuando Borges apenas tenía 1000 lectores en Italia. Era un desconocido en ese momento (estoy hablando del año 1955 o 1956). Evidentemente, hay una suerte de homenaje en El nombre de la rosa, pero no por el hecho de que haya llamado a mi personaje Burgos. Una vez más estamos frente a la tentación del lector de buscar siempre las relaciones entre novelas: Burgos y Borges, el ciego, etc.. Simplemente me gustó la idea de tener un bibliotecario ciego y le puse el mismo nombre de Borges, pero en ese momento todavía no sabía que iba a quemar la biblioteca. Es una alegoría. Al igual que los pintores del Renacimiento, que colocaban su retrato o el de sus amigos, yo puse el nombre de Borges, como el de tantos otros amigos. Era una manera de rendirle homenaje a Borges.

Extracto de una entrevista de Jorge Halperín, realizada en 1992.


Ricardo Piglia
Shakespeare y el último cuento, La memoria ajena

El último cuento de Borges, el que imaginamos (sorprendidos por la perfección de ese fin) como el último cuento de Borges, surgió de un sueño. Borges, a los ochenta años, vio un hombre sin cara que en un cuarto de hotel le ofrecía la memoria de Shakespeare. "Esa felicidad me fue dada en Michigan "cuenta Borges". No era la memoria de Shakespeare en el sentido de la fama de Shakespeare, eso hubiera sido muy trivial; tampoco era la gloria de Shakespeare, sino la memoria personal de Shakespeare. Y de ahí salió el cuento." En el relato, un oscuro escritor, que ha dedicado su vida a la lectura y a la soledad, por medio de un artificio muy directo y sencillo (como los que Borges ha preferido siempre para construir un efecto fantástico) es habitado por los recuerdos personales de Shakespeare. Entonces vuelve a su memoria la tarde en la que escribió el segundo acto de Hamlet y ve el destello de una luz perdida en el ángulo de la ventana y lo desvela y lo alegra una melodía muy simple que no había oído nunca. "A medida que transcurren los años, todo hombre está obligado a sobrellevar la creciente carta de su memoria. Dos me agobiaban, confundiéndose a veces: la mía y la del otro, incomunicable. Al principio las dos memorias no mezclaron sus aguas. Con el tiempo, el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal. Advertí con temor que estaba olvidando la lengua de mis padres. Ya que la identidad personal se basa en la memoria, temí por mi razón."

La metáfora borgeana de la memoria ajena, con su insistencia en la claridad de los recuerdos artificiales, está en el centro de la narrativa contemporánea. En la obra de Burroughs, de Pynchon, de Gibson, de Philip Dick, asistimos a la destrucción del recuerdo personal. O mejor, a la sustitución de la memoria propia por una cadena de secuencias y de recuerdos extraños. Narrativamente podríamos hablar de la muerte de Proust, en el sentido de la muerte de la memoria como condición de la temporalidad personal y la identidad verdadera. Los narradores contemporáneos se pasean por el mundo de Proust como Fabrizio en Waterloo: un paisaje en ruinas, el campo después de una batalla. No hay memoria propia ni recuerdo verdadero, todo pasado es incierto y es impersonal. Basta pensar en el Joseph K. de Kafka, que por supuesto es el que no puede recordar, el que parece no poder recordar cuál es su crimen. Un sujeto cuyo pasado y cuya identidad son investigados. La tragedia de K (lo kafkiano mismo diría yo) es que trata de recordar quién es. El Proceso es un proceso a la memoria.

Los grandes relatos de Borges giran sobre la incertidumbre del recuerdo personal, sobre la vida falsa y la experiencia artificial. La clave de este universo paranoico no es la amnesia y el olvido, sino la manipulación de la memoria y de la identidad. Tenemos la sensación de habernos extraviado en una red que remite a un centro cuya sola arquitectura es malvada. En ese punto se define la política en la ficción de Borges. Basta leer La lotería en Babilonia para percibir que la función del Estado como aparato de vigilancia, la función de lo que suele llamarse la inteligencia del Estado, es la de inventar y construir una memoria incierta y una experiencia impersonal. ("Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles".) 
La figura vanidosa y vengativa de Scharlch el dandy en La muerte y la brújula (que parece el espejo donde se irá a reflejar el Jocker de Jack Nicholson en el Batman de Tim Burton) es un modelo barroco de este nuevo tipo de conciencia. El héroe vive en la pura representación, sin nada personal, sin identidad. Héroe es el que se pliega al estereotipo, el que se inventa una memoria artificial y una vida falsa.

Esa disolución de la subjetividad es el tema de Deutsches Requiem su extraordinario relato sobre el nazismo. La confesión del admirable (del aborrecible) Otto Dietrich zur Linde es en realidad una profecía, quiero decir una descripción anticipada del mundo en que vivimos. "Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo. Yo sé que casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán muy en breve triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir".

La cultura de masas (o mejor sería decir la política de masas) ha sido vista con toda claridad por Borges como una máquina de producir recuerdos falsos y experiencias impersonales. Todos sienten lo mismo y recuerdan lo mismo y lo que sienten y recuerdan no es lo que han vivido.

La práctica arcaica y solitaria de la literatura es, por supuesto, la réplica (sería mejor decir el universo paralelo) que Borges erige para olvidar el horror de lo real. La literatura reproduce las formas y los dilemas de ese mundo estereotipado, pero en otro registro, en otra dimensión, como en un sueño. En el mismo sentido la figura de la memoria ajena es la clave que le permite a Borges definir la tradición poética y la herencia cultural. Recordar con una memoria extraña es una variante del tema del doble pero es también una metáfora perfecta de la experiencia literaria. La lectura es el arte de construir una memoria personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos. Las escenas de los libros leídos vuelven como recuerdos privados. (Robinson Crusoe retrocede ante una huella en la arena; la menor de los Compson se desliza al alba por la ventana del piso alto; Johannes Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.) Son acontecimientos entreverados en el fluir de la vida, experiencias inolvidables que vuelven a la memoria, como una música.

La tradición literaria tiene la estructura de un sueño en el que se reciben los recuerdos de un poeta muerto. Podemos imaginar a alguien que en el futuro (en una pieza de hotel, en Londres) comienza imprevistamente a ser visitado por los recuerdos de un oscuro escritor sudamericano al que apenas conoce. Entonces ve la imagen de un patio de mosaicos y un aljibe en una casa de dos pisos en la esquina de Guatemala y Serrano; ve la figura frágil de Macedonio Fernández en la penumbra de un cuarto vacío; ve un blanco y negro naipe clavado con una navaja en el tronco de un pino sobre el cadáver de John Oakhurst, tahúr; ve un tranvía que cruza las calles quietas de la ciudad de Buenos Aires y en él ve a un hombre que, con el libro arrimado a sus ojos de miope, lee por vez primera la Comedia de Dante; ve a una muchacha india de crenchas rubias y ojos azules, vestida con dos mantas coloradas, que cruza lentamente la plaza de un pueblo en la frontera Norte de la provincia de Buenos Aires; ve la llave herrumbrada que abre la puerta de una vasta biblioteca en la calle México; ve una pesa de bronce y un hrÁonir y un ejemplar de la Saga de Grettir; ve el bello rostro inaccesible de Matilde Urbach que sonríe contra los amarillos losanges de una ventana.

Tal vez en el porvenir alguien, una mujer que aún no ha nacido, sueñe que recibe la memoria de Borges como Borges soñó que recibía la memoria de Shakespeare.


Adolfo Bioy Casares
La amistad y los textos, Bustos Domeq en el campo

Un tío mío, tal vez para ayudarme al hacerme escribir sobre cualquier tema, y que mi escrito fuera pagado, y en ese sentido alentarme, y también para acercarme a la lechería que él dirigía con su hermano Vicente, y que era la obra de su padre, me pidió que escribiera un folleto sobre el yogur. 

Me dio una bibliografía bastante seria, con libros de Pasteur y otros autores. Los trescientos cincuenta negocios que había en Buenos Aires querían ser un modelo de higiene: el mostrador era de mármol blanco, las personas que atendían estaban vestidas con delantales blancos y se vendían todos los productos de La Martona, desde el vaso de leche a chocolates, y variedades de té que importaban: 

Fuimos con Borges al campo de Rincón Viejo, en Pardo, un campo que había estado arrendado durante años, porque mi padre, que era un hombre que conocía el campo mejor que nadie, no era un buen explotador de una empresa rural y mi madre estaba cansada de que se pusiera plata en eso y que no se ganara nada. 

Yo, después de fracasar en Derecho y en Filosofía y Letras, para mostrar que no quería haraganear sino que no me gustaba lo que se enseñaba en esas facultades, quise ir a trabajar a ese campo que quería tanto, y, de algún modo, al ir a trabajar ahí concluí con el arrendamiento y el campo volvió a nuestras manos. Para mí era una especie de paraíso perdido, finalmente recuperado. 

Fui allá y trabajé bastante, y muchas veces lo invité a Borges. 

A él le costaba mucho dejar Buenos Aires pero un día se animó a ir. Además como íbamos con la intención de escribir ese folleto y a Borges le gustaba el trabajo, se sintió atraído. Lo escribimos en un estilo que ahora me resulta un poco pomposo, como si en aquel momento creyéramos que escribir bien era escribir pomposamente, y mientras lo escribíamos estabamos añorando escribir algo más divertido, que podían ser poemas o podían ser cuentos. 

Pasaron cuatro años y un día le dije por qué no escribimos esos cuentos que nos habían parecido posibles cuando estábamos escribiendo el folleto sobre el yogur. Borges me dijo que sí y empezamos a escribir los Seis problemas para don Isidro Parodi, que publicamos con el seudónimo de Bustos Domecq.

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